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| - ay no se sintió nada culpable, lo cual lo aterrorizó. Durante el largo y rápido regreso del desfiladero, cruzando los bosques, siguiendo el lecho seco del arroyo, charló alegremente con Baynarah, completamente consciente de que había cometido un asesinato. Cada vez que se distraía de la conversación y volvía a pensar en los últimos momentos de la breve vida de Vaster, sonaba la canción. Tay no podía pensar en la muerte del niño, aunque sabía que él era el responsable.
-¡Vais hechos unos zorros! -gritó la tía Ulliah en cuanto vio a los dos niños aparecer de los bosques por las tierras de la Casa Sandil-. ¿Dónde habéis estado?
-¿No te lo ha contado Vaster? -preguntó Tay.
La escena se representó tal y como Tay sabía que sería, con cada bailarín de la canción dando sus pasos, tal y como se había coreografiado. La tía Ulliah diciendo que no había visto a Vaster. Baynarah, aún sin asustarse, ingeniando una mentira inocente sobre los tres, diciendo que no habían ido muy lejos, que el niño debía de haberse perdido. Un ritmo lento pero constante de pánico intensificándose a medida que la noche empezaba a caer y Vaster aún no había vuelto. Baynarah y Tay admitiendo con lágrimas en los ojos dónde habían estado y llevando al tío Triffith y a una multitud de criados al desfiladero y al montón de restos. La búsqueda incansable por los bosques mientras la noche se convertía en alba. Los lloros. El leve castigo, apenas unos gritos de ira, que Baynarah y Tay sufrieron por perder a su joven primo.
Se dio por hecho, por sus expresiones consternadas, que los chicos ya se sentían lo bastante culpables. Los enviaron a dormir al amanecer, mientras proseguía la batida por el bosque.
Tay se estaba durmiendo cuando su niñera Edebah entró en la habitación. La mirada de amor y devoción inquebrantables no había abandonado los ojos de esta, y el niño se sumió agradecido en sus sueños y pesadillas mientras la agarraba de la mano. La canción flotó casi imperceptible por su consciencia mientras volvía a tener la visión de la habitación en el castillo. La chica y su bebé, el pájaro en las vigas, el fuego mortecino, la súbita explosión de violencia. Sin aliento, Tay abrió los ojos.
Edebah se estaba escapando furtivamente por la puerta, murmurando para sí la canción quedamente. En la mano llevaba la bola de cristal que había sacado del zurrón del niño. Por un momento, este dudó y estuvo a punto de gritar. ¿Cómo conocía ella la canción? ¿Sabía que había matado a otro niño para conseguir el orbe?
De algún modo, supo que ella lo estaba ayudando, que lo sabía todo, que lo amaba y que solo quería protegerlo.
El día siguiente, la semana siguiente y el mes siguiente fueron lo mismo. Nadie hablaba demasiado y, cuando lo hacían, era para sugerir nuevos lugares en donde podía encontrarse el niño desaparecido. Habían buscado a conciencia por todas partes. Tay sentía curiosidad de por qué no habían mirado en el desfiladero, pero comprendía lo inaccesible que resultaba.
Un efecto secundario de la ausencia de Vaster fue que las tutorías con Kena Gafrisi tomaron un cariz más serio, académico incluso. El espíritu alegre del chico más joven y la escasa atención que prestaba siempre habían hecho las lecciones más breves, pero la sensible Baynarah y el tranquilo Tay eran los pupilos ideales. El tutor se quedó especialmente impresionado de lo concentrados que habían estado durante una lección de historia bastante árida sobre los símbolos heráldicos de las Casas de Morrowind.
-El escudo de armas de los Hlaalu muestra una balanza -Arrugó la nariz, desdeñoso-. Se ven como si fueran los grandes compromisarios, como si en ello hubiera algo honorable. Hace muchos cientos de años, eran los hombres de las tribus que seguían a Resdayn y que eligieron...
-Perdona, Kena -le interrumpió Baynarah-. ¿Pero cuál es ese blasón que lleva un insecto?
-¿No reconoces a la Casa Redoran? -le preguntó el tutor, levantando uno de los escudos-. Ya sé que llevas una vida recogida en Gorne, pero sin duda eres lo bastante mayor como para saber que...
-Ese no, Kena -replicó Tay-. Creo que se refiere a otro blasón con otro insecto.
-Comprendo - asintió Kena Gafrisi, ceñudo-. Sí, sois muy jóvenes para haber visto alguna vez el escudo de la Sexta Casa, los Dagoth. Nuestros enemigos, junto a los malditos y heréticos dwemer, en la Guerra de la Montaña Roja, ahora totalmente destruidos gracias a la Madre, el Señor y el Mago. Esa Casa fue una maldición para nuestra patria durante milenios, y cuando al fin esa peste se desvaneció, la mismísima tierra exhaló una nube de fuego y de cenizas de alivio que convirtió el día en noche durante un año.
Baynarah y Tay sabían que no podían decir nada, pero intercambiaron miradas de complicidad mientras el tutor se explayaba sobre la gran maldad de los dwemer y de la Casa Dagoth. En cuanto la lección terminó, salieron callados de la Casa Sandil hasta que estuvieron lejos de toda mirada y oído.
El sol de la mañana estiraba las sombras de formas de lanza de los árboles que rodeaban la pradera. A lo lejos, podían oír a los trabajadores que empezaban los preparativos de la cosecha otoñal, gritándose ininteligiblemente en acentos toscos y familiares.
-Seguro que ese era el símbolo del escudo que encontraste en el montón de trastos -dijo Baynarah al fin-. Todo lo que había ahí debían de ser restos de la Casa Dagoth.
Tay asintió. Estaba pensando en el extraño orbe de cristal. Notó la leve vibración de una música muda tocando su cuerpo y supo que estaba descubriendo una nueva cadencia de la canción.
-¿Por qué nuestra gente lo quemó y lo tiró todo? -preguntó, pensativo-. ¿Crees que la Casa Dagoth era tan mala que todo lo que tuviera que ver con ella debía de estar maldito?
Baynarah echó a reír. En el momento álgido del día, cualquier charla sobre maldiciones y la malvada Sexta Casa era pura especulación, algo que añadía emoción a la vida de uno, pero nada de lo que preocuparse. Los dos chicos volvieron al castillo a por una más de la serie de comidas silenciosas y frías. Cuando la noche cayó, Baynarah miró los tesoros que recogiera del montón de restos. A la luz de las lunas, las jarritas, la torques con las gemas ambarinas, los pedazos de oro y plata pulidos sin ningún propósito obvio, todo cobró un aspecto siniestro.
El asco superó su admiración al instante. Había una extraña energía en ellas, un tinte de muerte y corrupción que era innegable. Baynarah corrió hasta la ventana y vomitó.
Cuando se asomó para mirar el oscuro prado abierto que tenía debajo, vio una figura a la luz de unas velas dispuestas formando el dibujo de un gran insecto, el símbolo de la Casa Dagoth. Cuando la figura miró hacia ella, la chica se echó hacia atrás, pero vio el rostro iluminado por las candelas. Se trataba de Edebah, la niñera de Tay.
A la mañana siguiente, Baynarah abandonó temprano las tierras del castillo llevando un gran saco lleno con sus tesoros. Los llevó hasta el campo de desperdicios y lo dejó allí. Luego, regresó y le contó a su tío lo que había visto la noche anterior, obviando solo lo que le había hecho asomarse a la ventana.
Desterraron a Edebah de la isla de Gorne sin contemplaciones. Ella lloró y suplicó que la dejaran despedirse de Tay, pero todos pensaron que eso sería demasiado peligroso. Cuando el chico preguntó qué se había hecho de ella, le dijeron que había tenido que ir a ver a su familia al continente. Y que ya era demasiado mayor para tener niñera.
Baynarah nunca le dijo lo que sabía. Porque tenía miedo.
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