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| - Autor: Peregrino Cómo tu vida puede cambiar si no tienes la seguridad de lo que ha pasado antes de despertar. Cuando Fernando Castaño se despertó aquella mañana, el sol se filtraba por la persiana dándole en los ojos. Se levantó con su habitual energía y se golpeó con algo duro en la cabeza antes siquiera de ponerse en pie, se frotó el chichón contrariado y al segundo intento, se inclinó un poco a la derecha y salió del agujero en el que había pasado aquella noche. De pie, pudo comprobar que se trataba del hueco de una mesa de escritorio blanca, con ese aspecto estéril y aséptico que se le atribuyó durante mucho tiempo a los hospitales, ahora ya no es así, pero la gente todavía no ha cambiado sus engranajes mentales. A su alrededor había más de aquellas mesas, puestas una tras otra como si se tratase de un almacén, todas conectadas a una línea telefónica. La sala era del mismo color blanco, con moqueta gris y falsas ventanas que parecían hacer pasar la luz aunque aquélla era una luz blanca mortecina. Miró al pasillo a través de la pared de cristal de la izquierda y se dio cuenta de que aquel no era su moderno edificio de apartamentos, con domótica y vigilancia las veinticuatro horas. No se trataba de su casa ni de su dormitorio si no que se encontraba en un centro de llamadas o una oficina y lo que era más alarmante no sabía donde estaba ni como había llegado. Como era un adicto a la salud no podía comprender cómo era que había acabado allí. Había renunciado al alcohol, a saltar de cama en cama, hacía ejercicio con regularidad y comía sano, así que no podía ser el resultado de una borrachera o de haber consumido otra clase de estimulantes artificiales. Antes de que nadie de seguridad se diera cuenta y le pidiera unas explicaciones que no tenía, salió por aquella puerta acristalada y se dirigió al recibidor, donde un vigilante comprobaba quién entraba y quién salía. Aquel no era un hombre pequeño, más bien lo contrario; enfrente tenía a uno de esos forzudos de gimnasio con pocas luces y ligero con la porra telescópica, esas delgadas y mucho más manejables que han sustituido a las clásicas que salían en los dibujos animados. Esperó a que se diera la vuelta y salió por la puerta lo más rápidamente posible, el vigilante pareció que le reconoció y le saludó agitando la mano desde su mesa. No se paró, lo vio a través del reflejo de la puerta de cristal, tan sólo se preocupó de salir lo antes posible. Miró su reloj, faltaban pocos minutos para que abriera la bolsa de valores y debía llegar a su trabajo inmediatamente. Alzó su mano y esperó a detener un taxi, pero se había olvidado que allí los taxis no se detenían, normas del gremio por lo visto. Tardó mucho tiempo en encontrar una parada de autobús. Hacía tanto tiempo que no lo cogía que no sabía cuanto costaba, arrojó las monedas que le quedaban en el bolsillo y milagrosamente llegaron. Aquel autobús estaba abarrotado de gente, madres inmigrantes con sus hijos en brazos camino del colegio, adolescentes de aspecto estúpido colgados de sus reproductores de audio, parecían sonámbulos, ancianos de camino al ambulatorio y gente de la misma condición. Se miró a sí mismo, no encajaba con aquel pandemónium de ruidos y colores chillones. Vestía su gabardina negra de diseño italiano, a la que debía dar un cepillado, sus zapatos eran hechos a mano por un artesano que trabajaba por encargo y su traje era hecho a medida, era también negro con una camisa gris perla y una corbata de seda negra y lisa, ni muy ancha ni muy estrecha. Era la apariencia de un ejecutivo de una empresa, de un trabajador de cuello blanco no de un simple obrero de la construcción que le contemplaba con ojos bovinos desde el fondo del autobús. Seguro que si le preguntara por la actualidad le respondería con los resultados del equipo local del deporte que estuviera de moda, ni política ni ciencia ni filosofía, nada que pudiera enturbiar su complaciente vida o eso pensaba él. Se sacudía el polvo de su ropa y examinaba su apariencia agarrado a la barra mientras se le acercó un joven que vestía una sudadera con capucha gris y un chándal que le quedaba flojo. Precisamente tenía ésta sobre la cabeza y sólo se le podían ver los ojos vidriosos y una cara de extrema delgadez. Apestaba de una forma característica, una mezcla de basurero y sudor fruto del miedo. Parecía que había llegado a su parada, se acercó a la puerta y cuando se produjo el sonido de fuelle de la puerta, le puso una navaja en el cuello y le dijo: – Dame todo lo que lleves o te rajo que me falta dinero para meterme. – Pues no te metas, capullo - Fernando le dio un codazo en las costillas que lo obligó a separarse para recuperar resuello. Le agarró la mano armada y le dio un cabezazo. El yonqui escapó por la puerta no sin antes recibir un rodillazo en los testículos, si es que aún le quedaban. Mientras tanto el conductor continuó dentro de su cabina blindada y el resto de los pasajeros, en su propio mundo, se limitaron a bajarse en otras paradas. Como hizo él mismo cuando llegó al centro financiero de la ciudad. Corrió por los cantones ocupados por empresas financieras, todos los solares. El pequeño Wall Street, lo llamaban a aquello, giró a la izquierda antes de llegar a la calle Real y se introdujo en la sede central de la corporación. Saludó a la entrada, puso la palma y el ojo en los lectores, confirmaron su identidad y a continuación, paso la tarjeta de identificación pero la puerta no se abrió. –Se habrá corrompido el programa, le haré otra - le contestó el vigilante. - Esto pasa con mucha frecuencia - Tomó su vieja tarjeta de identificación y le hizo una nueva en unos segundos. Esta sí le abrió la puerta. - ¿Qué quiere que haga con esto? ¿la destruyo? – No, démela. Le pediré a alguien del departamento técnico que mire qué va mal, por si es algo que se pueda repetir. – ¡Corra, que es el último en llegar! - le dijo mientras se alejaba por el pasillo de mármol rojo. Su lugar de trabajo era un largo mostrador en el que diferentes operadores, sus amistosos compañeros de trabajo, recibían las órdenes de compra de los diferentes integrantes del mercado. La mayoría procedían de los administradores de fondos de inversión pero también había pequeños ahorradores y grandes corporaciones que necesitaban un agente de bolsa que hiciera de intermediario. -¿Se te han pegado las sábanas? Le preguntó uno de colegas, aunque más bien los consideraba sus empleados. Ya no tienes edad para estar levantado hasta tan tarde le importunó un hombre calvo y con cara de buitre. El pelo le había desparecido de la sesera y sólo sobrevivía en la franja que iba más allá de sus orejas. –¡Que va! si nuestro querido compañero ni siquiera toma café con sus amigos, seguro que se ha entretenido esta mañana leyendo las novedades de los últimos movimientos corporativos y por eso ha llegado tarde, pero no te preocupes... hemos abierto tu terminal por ti para que no perdieras mas tiempo - La baja y regordeta operadora se sonreía burlona sentada en su silla. Sus ruedas chirriaron mientras lo dejaban pasar, como una última muestra de regodeó. En la pantalla de su ordenador se contabilizaban cientos, miles de operaciones que todavía no se habían hecho, su contador superaba los tres dígitos. Aquello le podía costar el puesto si los clientes se veían perjudicados, una orden retrasada podía costarles cientos de euros en cada operación. Les miró sin demostrar emoción, sacó un cable que conectó a una entrada del ordenador y pareció que se frotaba la frente, pensando en lo siguiente que haría, cuando introdujo el otro extremo en un resalte oculto por el cabello, no muy lejos de la sien. Cerró los ojos en un gesto de concentración, las órdenes comenzaron a volar y el contador se iba reduciendo a la velocidad de los latidos del corazón. Antes de que pudieran acabar el segundo café del día, el trabajo estaba despachado... –Vuelvo ahora, que todavía no he desayunado. Las operaciones ya han salido y mis comisiones me permitirán comprarme ese nuevo coche tan caro. Espero ver el vuestro muy pronto... ¡oh! pero cómo no se me había ocurrido, vosotros no quisisteis probar el implante, todavía estáis atados al teclado para hacerlo todo, ¡qué pena!
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