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| - los fabricantes de cosméticos ocupan el otro extremo del espectro de sectores e industrias que trabajan con los desintoxicantes: el suyo es un sector altamente regulado en el que se puede ganar mucho dinero con las extravagancias y los absurdos, de ahí que hallemos en él a grandes equipos organizados de empresas biotecnológicas internacionales que no cesan de generar pseudociencia, una pseudociencia tan elegante, alienante y sugerente, como perfectamente defendible. La industria cosmética se ha empeñado en vender productos con las mismas características y funciones de otros productos fácilmente encontrados en las tiendas de autoservicio, pero a precios estratosféricos. Desde cremas antienvejecimiento, oxigenadoras de la piel, entre otras, esta industria ha logrado engañar a la mayoría de la población femenina para que se decidan por sus productos. Más de 50 comerciales al día pueden verse en la televisión, y en la publicidad en medios impresos, como revistas de moda, son presentados los productos como si en verdad funcionaran. Detalles como éste son moneda corriente en los efectos que se prometen en los envases. Si se examina a fondo la etiqueta o el anuncio en cuestión se comprobará los fabricantes están tratando de enredar a la gente mediante un elaborado juego de palabras, con la complicidad de los reguladores: cuesta encontrar una afirmación explícita que nos diga que, aplicándonos un ingrediente mágico concreto en la cara, nuestro aspecto mejorará. Tales afirmaciones se hacen a propósito de la crema en su conjunto, y son ciertamente válidas para el producto tomado como un todo, pues todas las cremas hidratantes —hasta las más baratas— hidratan. Una vez sabido esto, comprar un producto u otro pasa a tener un interés puramente marginal. El vínculo entre el ingrediente mágico de turno y su eficacia no existe más que en la mente del consumidor, y cuando leemos los efectos que el fabricante atribuye a su producto, vemos que han sido cuidadosamente estudiados por un pequeño ejército de asesores para asegurarse de que la etiqueta sea muy sugerente, pero también —a ojos de un puntilloso bien informado— sin fisuras desde el punto de vista semántico y legal. La industria de los cosméticos juega con los sueños de la gente como puede hacerlo la Lotería Nacional, y la gente es muy libre de derrochar su dinero. Incluso, forzando las cosas, podría concebir los cosméticos de lujo —y otras formas de charlatanería— como una especie de tributo especial y autoimpuesto que pagan aquellas personas que no entienden correctamente la ciencia. También hay que aceptar que las personas no compran cosméticos caros simplemente porque crean en su eficacia, y que las razones «son un poco más complejas»: son bienes de lujo, artículos que confieren estatus, y quienes los adquieren lo hacen por toda clase de fascinantes motivos. Pero tampoco se trata de un fenómeno enteramente neutro desde el punto de vista moral. En primer lugar, los fabricantes de estos productos venden «atajos» a las personas fumadoras y a las obesas: les venden la idea de que se puede tener un cuerpo saludable usando unas pociones caras, antes que recurriendo a la sencilla y anticuada práctica de hacer ejercicio y aumentar la ingesta de alimentos vegetales. Y éste es un tema recurrente a lo largo y ancho del mundo de la mala ciencia. Todos estos anuncios venden una dudosa visión del mundo. Promocionan la idea de que la ciencia no se basa en la delicada relación entre las pruebas y la teoría. En vez de eso, sugieren con toda la potencia que les confieren sus presupuestos publicitarios de alcance internacional (y los consabidos complejos microcelulares, el ADN de salmón, el tensor peptídico vegetal, etc., que éstos ayudan a difundir) que la ciencia viene a ser una especie de absurdo impenetrable consistente en ecuaciones, moléculas, diagramas científicos (sólo en apariencia), declaraciones didácticas de alcance excesivamente general pronunciadas por figuras de autoridad enfundadas en batas blancas, etc., y que todo ese conjunto de supuesto aspecto científico podría ser perfectamente inventado, improvisado o confabulado con el simple objetivo de ganar dinero. Con toda la fuerza que tienen, transmiten la idea de que la ciencia es incomprensible y venden dicha idea principalmente a las jóvenes atractivas, quienes (para decepción de todos) están ya de por sí seriamente infrarrepresentadas en el mundo de las ciencias.
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