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| - Una de las corrientes pseudocientíficas más cautivadoras es la que afirma la evidencia de visitas extraterrestres en un pasado remoto; visitas que pudieron haber dejado su huella en la evolución biológica y cultural del ser humano, en forma de mitos o monumentos elaborados mediante tecnologías avanzadas posteriormente desparecidas. Esta idea dio lugar a toda una exitosa corriente de literatura pseudocientífica que tuvo una gran acogida por parte del público, sobre todo en los años 70, siendo sus más conocidos difusores Erich von Däniken, Robert Charroux y Peter Kolosimo, entre otros muchos; así como a la anticiencia detrás de los alienígenas ancestrales. El charlatán y anticientífico Juan José Benítez llegó a decir que el encuentro entre dogones y extraterrestres tuvo lugar hace unos mil años. La mayoría de estos autores se limitaba a recolectar hallazgos arqueológicos descontextualizados, aparentemente sorprendentes, que presuntamente testimoniaban la presencia extraterreste en el mundo prehistórico y antiguo. Otra táctica consistía en recurrir a interpretaciones torpemente literales de mitos para encontrar testimonios de aterrizajes de astronaves o de encuentros con alienígenas. La mayoría de estos argumentos era bastante burda y no resistía el asalto de una crítica medianamente razonable. Sin embargo hubo, dentro de esta escuela anticientífica, una obra que destacó por la aparente solidez de su argumentación y por la evidencia antropológica en la que se basaba. Se trata de El misterio de Sirio (1978), de Robert K.G. Temple. A diferencia de las obras de Däniken y compañía, El misterio de Sirio no es un batidillo de despistes arqueológicos ni un popurrí de mitologías varias. Se centra en las tradiciones de los dogones, un pueblo de unos 200,000 individuos que habita en África occidental, en los altos de Bandiagara, en la actual república de Mali. Las principales ideas que expone Temple son que durante milenios, los dogones han conservado una rica mitología que incluye un complejo sistema cosmológico y en la que se detallan conocimientos astronómicos difícilmente asequibles para un pueblo sin tecnología científica alguna. Los dogones saben, a través de sus tradiciones, que el Sistema Solar es heliocéntrico, conocen los satélites de Júpiter, saben que existen otros sistemas estelares además del nuestro y, lo más sorprendente, conocen a la perfección la naturaleza doble de Sirio, con dos estrellas, Sirio A y Sirio B, esta última en órbita alrededor de la primera e invisible desde la Tierra sin ayuda del instrumental técnico adecuado. También saben que esta órbita dura poco más de cincuenta años, y esta efeméride adquiere una importancia inusitada en sus costumbres, pues se celebra con una festividad excepcional: la fiesta Sigui. ¿Cómo podían los dogones saber todas estas cosas? Robert Temple obtenía la respuesta de la propia mitología dogon: éstos habían recibido sus conocimientos de unos seres anfibios, llamados nommos, que habían descendido del cielo en un arca hace 5,000 años, procedentes de Sirio. Por supuesto, para Temple, estos nommos eran los representantes de una civilización siriaca. Todo lo expuesto por el autor se basaba en la obra de un prestigioso etnólogo francés y profesor de la Sorbona, Marcel Griaule (1898-1956), quien pasó años de estudio entre los dogones. Tras su muerte, su labor fue continuada por sus discípulos y colaboradores, especialmente por Germaine Dieterlen. Griaule era una autoridad académica y sus trabajos tenían una base aparentemente sólida de la que Robert Temple se limitaba a deducir lo evidente... en apariencia. Las críticas escépticas a El misterio de Sirio no tardaron en aparecer y se basaban en que los dogones no eran un pueblo aislado, en que probablemente habían adoptado en sus mitos conocimientos astronómicos aprendidos de los misioneros franceses o incluso de algún explorador casual. En este sentido se expresó Carl Sagan en su “Enanas blancas y hombrecillos verdes”, ensayo incluido en su libro El cerebro de Broca. Sin embargo, la crítica que pondría en evidencia la falsedad del misterio de Sirio vendría del mundo de la antropología y no se centraría en el trabajo de Temple, sino en el de su principal fuente: los estudios de Marcel Griaule. No pocos antropólogos se sorprendieron por la rareza de la mitología dogon. Tal como era descrita por Griaule en sus obras, se trataba de una mitología de una complejidad inusitada y, sobre todo, totalmente ajena a la de los demás pueblos vecinos de los dogones. De hecho, no existía en toda Africa nada comparable a lo narrado en Dieu d’eau o Le renard pâle. La crítica más elaborada al trabajo de Griaule fue un artículo del antropólogo holandés Walter E. A. van Beek publicado en Current Anthropology en 1991. Al igual que Griaule, Van Beek realizó su trabajo de campo entre los dogones durante varios años y no encontró evidencia alguna de la mitología recogida por su colega y la religión dogon era mucho más sencilla que todo lo narrado por el antropólogo francés. La principal intención de Griaule a la hora de abordar las tradiciones de los dogones era reivindicar el valor de las culturas africanas y sus mitos, cuya riqueza quería equiparar a la de las mitologías de las culturas clásicas. Movido por este ideal, insistió en profundizar en las creencias dogon, llegando a sus niveles esotéricos y ocultos. Algunos hogon –ancianos dogon– se prestaron a ayudarle y se convirtieron en sus confidentes, creando toda una mitología inventada cuyo único fin era satisfacer el ansia de conocimiento del investigador francés. El principal confidente de Griaule fue Ogotemmeli, un viejo cazador y chamán ciego que había sido iniciado por su abuelo a los quince años. Las conversaciones secretas entre Ogotemmeli y Griaule, que tuvieron lugar en 1946, se publicaron en Dieu d’eau (1948), libro en el que se expone una mitología de gran complejidad.
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