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| - Era el final. Había llegado al punto en el que un muro se elevaba ante mí, inmenso, imposible apreciar sus thumb|258pxlímites tanto en altura como en anchura. Imposible de escalar. Imposible de rodear. Cubierto de vómitos, huellas y manchas de sangre, y restos de sesos esparcidos y esclafados sobre la piedra. Imposible retroceder. Ya no quedaban pasos hacia atrás. El origen se hallaba muy lejos, tan lejos como el arrepentimiento. El final abría ante mí un abanico de posibilidades que fluctuaban entre el cero y el infinito. Todo menos plantarse ahí. Mi estómago amenazaba con llegarme a la garganta. Quería, necesitaba salir de allí. No podía ya volver a pasar por donde había pasado. No podía ya volver a pisar el mismo terreno pantanoso y resbaladizo. Quería huir y vomité. Creo que vomité mis órganos internos, y mis hijos, sí, esas obras que nunca había dado a luz porque no lograba ver un lugar seguro para ellas. -¿Dónde las colocaría...?- Y no pude retroceder..., eso supondría volver a respirar el aire azufrado, volver a ingerir alimentos en descomposición, volver a beber aguas lodosas, volver a rozarme con los cardos o incluso con las espinas de las rosas. Volver a escuchar las mismas sandeces que ya habían destrozado mis tímpanos en alguna ocasión. Mi cabeza daba vueltas... -¡Las cervicales! ¡Ayyyyyy!- El dolor parecía querer arrancarla de los hombros como un cohete espacial. Fuego en mi nuca amenazaba con disparar a toda presión mi testa hacia el cielo. Vomité. Y me vi sola, rodeada de gris. Y me miré a los pies, y mis pies estaban clavados en el suelo y no lograba mover los. Y mis pies eran de color gris. Y había unas cenizas, y unas ascuas ardían bajo ellos, pero no los moví, y seguían siendo de color gris. Y vomité y el vómito cubrió mis pies y salpicó el muro que ante mí se elevaba. Y quise huir pero mis pies no se podían mover. Y quise llorar porque me estaba quemando, pero mis lágrimas se habían secado y no tenía cómo sacar mi dolor afuera. Vomité otra vez. Y seguí vomitando hasta que noté mi cuerpo vacío por dentro. Entonces un rayo de sol asomó por sobre el muro desde muy lejos, allá a lo alto, e incidió sobre mi cabeza. Al momento, una plaga de bichos alados, monstruosos, repugnantes, con colas en los extremos de sus alas, llegaron a mí. Querían besarme -dijeron-; acariciarme con sus alas, protegerme, aliviarme. ¡Pero solo eran mentiras! Me di cuenta. Afortunadamente me di cuenta. Lo que querían era chuparme la sangre. ¡Jajajajajajaja! A mí. Absorberme y reabsorber me hasta desgastarme, hasta evaporar me. Sentí pánico. Y estaba sola. Y no podía soportar a esos bichos. Me rodeaban y me engullían. Volví a mirar al suelo; bajo mis pies. Me quedé fijamente mirando el terreno durante unos segundos como queriendo obligar a la tierra con mi mirada a que se abriera. Necesitaba un auxilio de la madre tierra. Estaba sola. Solo ella podía protegerme... -"¡Madre Tierraaaaaaaaaaa! ¡No me abandones! ¡Ábrete y trágame! ¡no me dejes así!"- Pero la tierra no me escuchó. Vomité de nuevo; esta vez solo era bilis, bilis salida de mis entrañas, bilis que quemaba y me agujereaba el estómago. Y sentí la necesidad de expulsarlo también. Así que, de una tremenda bocanada, como una estertórea exalación, salió mi estómago por la boca y calló fulminado sobre la ceniza gris y las ascuas ardientes. thumb|259px Sentí un ligero alivio pero los bichos seguían rodeándome y yo sabía que terminarían conmigo. No lo pude resistir más. Tomé impulso y con fuerza golpée el muro con mi cabeza. Un chorro de sangre fresca y roja se deslizó sobre la grosura de la piedra y me gustó el espectáculo. Así que continué golpeando y golpeando y golpeando cada vez más y más fuerte. Como un bello grafitti en tonos escarlata, estampé mi vida en aquel muro. Los sesos, como tristes florecillas, se aventuraron a poner una nota decorativa sobre la imagen dibujada en la pared. Me desplomé. Era el final.
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