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| - [[Archivo:Wu quiere hablar.png|thumb|left|200px|Wu insistiéndole a Mako que le cuente su relación con Korra.]] En la Finca Sato, Mako le está enseñando a Wu cómo protegerse contra sus enemigos, pero Wu es muy sensible y se cayó cuando Mako lo atacó. Yin entra a la habitación junto con Tu y corre hacia al príncipe que estaba en el suelo, gritándole a Mako por haberlo herido. Mako le dice que está débil pero Wu le explica que él no fue críado en el bosque por un grupo de oficiales, como él. Mako se da cuenta de que Wu no sabe nada de él porque nunca le había preguntado, pero Wu le empezó a atacar con preguntas como sin había una dama especial en su vida a lo que Mako responde que no desde que Korra y él cortaron, sorprendiendo a Wu, que después quiso saber todo sobre la historia entre los dos. [[Archivo:Asami llega a ver a Korra.png|thumb|200px|Asami llega a ver a Korra y esta le habla sobre lo que le digo Toph.]] En el Templo Aire de la Isla, Asami llega a ver a Korra y esta le cuenta sobre dejar de ser Avatar, pero ella le dice que hecho cosas buenas como Avatar, pero Korra le dice lo que ha sufrido que Amon, le quitara sus poderes, Unalaq su conexión con sus vidas pasadas y que Zaheer casi la mata, pero Asami le dice sobre las cosas buenas que ha hecho como dejar los portales espirituales abiertos lo que trajo el renacimiento de los Maestros Aire, pero Korra insiste que también Zaheer se convirtió en Maestro Aire y que mato a la Reina Tierra Hou-Ting y esto provocó que Kuvira llegara al poder, en eso entra Tenzin y le dice a Korra que a pesar de lo que pasado ella ha madurado tanto como persona, así como Avatar dejando de ser egoísta a pensar en los demás siendo testigo de ellos los nuevos Maestro Aire. Por último están Bolin y Varrick en el bote con los demás fugitivos del "Imperio Tierra" contando sus historias personales, pero Varrick las haya aburridas y decide contar una alterada, sin sentido pero entretenida versión de los hechos vividos por Bolin y el Equipo Avatar durante los libros 1, 2 y 3.
- Me pregunto que se siente al dejar de existir. ¿Dolerá? No me refiero al dolor físico, naturalmente. Es evidente que un cuerpo muerto no puede sentir nada. Lo que me pregunto es si el alma, o como quieras llamarla, sufrirá por la pérdida de su vida material; si tendrá recuerdos de ella y si echará de menos a aquellos con los que vivió. Supongo que no será así si existe la reencarnación, porque sería como empezar de cero. Por eso no creo en ella. Sería absurdo que el alma ocupara otro cuerpo para "perfeccionarse" si no recuerda nada de sus vidas anteriores. Y es lógico que así sea, porque la identidad de una persona la determina su estado físico y las circunstancias en que nace. Una persona con conciencia de sus vidas anteriores se volvería esquizofrénica. Es más lógico pensar que alma y cuerpo están tan íntimamente unidos que no pueden vivir la una sin el otro, y viceversa. Porque si el alma pudiera sobrevivir al cuerpo ¿qué ocurriría si ésta muriera en un cuerpo sano?, ¿seguiría éste funcionando aun sin emociones ni sentimientos? Es algo disparatado, pero por mi experiencia personal, empiezo a pensar que es posible. Creo estar casado con una persona así. Me llamo Martín y tengo cuarenta y nueve años. Conocí a mi esposa, Isabel, a las veintidós y desde entonces no nos hemos separado, al menos físicamente. Nuestra relación nos hizo distanciarnos de nuestras respectivas familias, pero no nos importó. Nos teníamos el uno al otro. Hace unos meses su carácter empezó a cambiar, aunque sería más correcto decir que cambió de repente. Fue a raíz de un accidente de automóvil que tuvimos. No fue grave. El coche patinó sobre el pavimento mojado y nos salimos de la carretera. Pudo ser mortal, pero afortunadamente salimos ilesos. Desde aquel día no se comporta igual conmigo. Actúa como si ya no me conociera, como si mirara a un extraño. Veo en sus ojos un vacío que me asusta y al mismo tiempo me parte el corazón. Al principio lo tomé como un reproche, como si me culpara a mí del accidente. Sin embargo ella siempre se burlaba de mi exceso de prudencia al volante, y tampoco pude evitarlo: llovía a mares. Además, repito que salimos indemnes, o eso pensaba yo. Ahora pienso que algo le ocurrió. Como si su espíritu, dando por hecho el inminente final, hubiera abandonado su cuerpo un instante antes de que el coche girara sobre sí mismo y golpeara el árbol con la parte trasera, circunstancia que nos salvo la vida. Sí, dicho así parece una estupidez, pero no se me ocurre otra manera de explicar su cambio. La que hasta entonces había sido una mujer alegre y extrovertida, la chica de la que me enamoré hace treinta años, el único y verdadero amor de mi vida, ahora era un ser desconocido para mí, como si de ella solo quedara la corteza y el espíritu que la animaba hubiera muerto aquel día. Desde entonces estuvo recibiendo tratamiento. Todas las semanas la acompañaba a la consulta de un psicólogo que apenas logró sacarla de su estado de shock inicial, para reanudar una vida mecánica, sin apenas recuerdos y sin más sentimientos hacia mí que una mezcla de compasión e indiferencia. A menudo la sorprendía llorando pero no me atrevía a decirle nada. Cada vez que iniciábamos una conversación sus respuestas me resultaban incoherentes. Me jubilé anticipadamente de mi puesto en la cátedra de filosofía de la universidad, para dedicarme por completo a ella, si bien no parecía necesitarme. Empecé a perder el contacto con mi círculo de amigos, que también eran los suyos. Nuestra vida se convirtió en un duelo sutil, donde cada vez hablábamos menos, y las miradas lo decían todo. Había un detalle que me resultaba particularmente doloroso: ya no llevaba su alianza. Era una pieza única, que nos hizo expresamente un amigo joyero. Consistía en una esmeralda, su piedra favorita, engarzada en un anillo de oro blanco. Cuando le pregunté por él me contestó que no recordaba haber tenido nunca un anillo así. No quise insistir. La dejé sola y salí a dar un paseo. Pasear se había convertido en mi única distracción. Alejado del mundo académico me sentía como un pez fuera del agua. Cada tarde recorría el parque cercano a nuestra casa con un libro en la mano, en un vano intento de evadirme con la lectura. Al final me limitaba a sentarme en un banco a observar a la gente. ¿Por qué cuando uno sufre tiene la sensación de que el resto del mundo es feliz?. Era extraño, había vivido casi toda mi vida en ese barrio y ahora me encontraba fuera de lugar. Lo que antes era un solar abandonado contiguo al parque, ahora era un bloque de edificios casi terminado. Los bancos de piedra, que hacía poco habían sustituido a los de madera, aparecían deteriorados y cubiertos de pintadas, como si llevaran años allí. ¿Era posible que todo hubiera cambiado tan rápido?, ¿o es que el dolor que me envolvía había alterado mi percepción de la realidad? Pero en ese caso, el tiempo se me habría hecho más largo, no más corto. Veía a las madres hablar de sus cosas, tratando de no perder de vista a sus hijos. Mientras ellos, enfundados en sus abrigos multicolores se perseguían entre sí y rodaban por el suelo, ignorando por completo que algún día dejarían de ser niños. Me preguntaba qué hubiera pasado si nosotros hubiéramos tenido hijos. Tal vez las cosas serían de otra manera. Quizá eso la hubiera ayudado a volver a ser la de antes, pero es algo que nunca sabré. Ya ni siquiera dormimos juntos. Se estaba poniendo el sol, y el parque empezaba a quedarse desierto. Estaba tan absorto en mis pensamientos que apenas me había dado cuenta. El invierno estaba cerca y la noche siempre me sorprendía en la calle, como si me negara a renunciar a mi ración completa de luz solar. Me levanté con las piernas entumecidas y me dispuse a volver a casa. Entonces reparé en la anciana sentada en el banco de al lado. La había visto llegar hacía horas pero hasta ese momento no me había fijado en su cara. Me resultaba terriblemente familiar, pero no lograba adivinar por qué. La estuve mirando hasta que ella se dio cuenta, y entonces aparté la vista; no quería parecer maleducado. Esa noche apenas pude dormir pensando en aquella mujer. Tendría unos setenta años, y no creía conocer a ninguna mujer de esa edad. Pero por alguna razón su imagen me perturbaba. Tal vez si pudiera habla con ella... Al día siguiente volví al parque esperando verla de nuevo. Pasé toda la tarde dando vueltas, pero no la encontré. Era raro que no me hubiera fijado en ella hasta entonces, porque probablemente habríamos coincidido muchas veces en aquel lugar. Por alguna razón, sentía la acuciante necesidad de volver a verla. Mis habituales visitas al parque se convirtieron en diarias, y mi curiosidad inicial, en una obsesión. Por fin la encontré. La vi sentada en el mismo banco de la última vez. Llevaba un vestido gris y el pelo recogido en un moño. Sostenía en su regazo un bolso que parecía haber conocido tiempos mejores. Tenía el mismo aspecto que cualquier otra mujer de su edad. Sin embargo algo me impulsaba a hablar con ella. Me sudaban las manos mientras me dirigía hacia allí. Me senté a su lado procurando que pareciera casual, a pesar de que casi todos los bancos se hallaban desocupados. Ella tenía la mirada perdida, y seguramente su mente estaba muy lejos de allí. Por alguna razón, las personas que acuden a los parques suele ser gente melancólica. No pareció advertir mi presencia hasta que me decidí a hablarle. -Disculpe, señora. Ella salió del sopor en el que se encontraba y me miró. Tenía los ojos de un negro profundo, que hizo aumentar mi sensación de "déjà vu". -¿Sí? - Perdone, pero ¿no nos conocemos? – le dije sin rodeos. - Uy, hijo – dijo sonriendo- a mi edad todas las abuelitas nos parecemos. Creo que no. Oír su voz reforzó aún más mi impresión de conocerla. Pero tenía que ser cauteloso, si parecía demasiado ansioso podría asustarla. Y si se marchaba, no tendría otra oportunidad de aclarar mis dudas. -Ya – continué, lo más calmado que pude-, pero es que su cara me es muy familiar... -Te aseguro que recordaría a una personita tan educada como tú, y tan madura. Lo siento. Su respuesta me dejó perplejo. -Ahora debo marcharme- dijo posando su mano sobre la mía -, y tú deberías hacer lo mismo. A tu edad ya tendrías que estar en casa. Había oído hablar de los efectos de la demencia senil, pero no comprendía ese tono infantil que adoptaba conmigo. Bajé la mirada hacia su mano y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al ver la joya que llevaba en su dedo anular. Era un anillo de oro con una esmeralda que yo conocía muy bien. Empecé a sentir un sudor frío en la espalda, y al ver que se levantaba la retuve sujetándole la mano, pero con delicadeza. -¡Espere!- exclamé sin poder ocultar ya mi nerviosismo – es un anillo muy bonito. ¿Dónde lo ha comprado? -¿Comprado? – dijo mientras lo observaba brillar con las últimas luces de la tarde -es mi anillo de casada. Mi marido lo encargó hacer especialmente para mí. El corazón empezó a latirme a cien por hora. -Vaya - empezó a temblarme la voz –, d-debe tener un marido estupendo. Ella entornó los ojos, y la sonrisa desapareció de sus labios. -Lo era - dijo mientras se acariciaba el anillo con la otra mano-. Murió hace muchos años en un accidente de coche. No pude articular palabra. Empezaba a faltarme aire en los pulmones. -Tengo que irme- dijo, y se levantó-. Ha sido un placer conocerte. La observé alejarse lentamente sujetando su bolso con las dos manos, mientras trataba de reunir fuerzas para levantarme. Empecé a marearme. A duras penas me incorporé y me dirigí a casa dando tumbos. Todo me daba vueltas mientras me aferraba a los últimos vestigios de cordura que me quedaban. Salí del parque pasando junto a un kiosco de prensa cuyo dueño estaba cerrando. "¿Cuando habían puesto ahí ese kiosco?"- pensé. Llegué a casa, confuso y desorientado. Fui hasta la cocina donde mi esposa preparaba la cena. Se me quedó mirando sin decir nada, probablemente sorprendida por mi aspecto. - Isabel...- balbuceé. De repente rompió a llorar. Se acercó a mí, se arrodilló lentamente y me abrazó con fuerza. - Pablito, cariño – sollozaba - ¿por qué siempre me llamas así? Soy mamá, ¿no lo ves? Soy mamá... - repetía mientras sus lágrimas se mezclaban con las mías.
- Es el episodio numero 6 de la cuarta temporadas de Ben 10:Generacion suprema
- thumb|left|400px|Los recuerdos siendo vetidos en un pensaderoUn recuerdo es una sustancia entre liquida y gaseosa. Los recuerdos como tal sirven para rememorar hechos y poder ver una y otra vez en un pensadero. Según Albus Dumbledore, esto resulta útil para identificar las relaciones que existan entre ellos y así recomponer detalladamente una determinada secuencia de hechos con el fin de llevar a cabo investigaciones bastante precisas sobre hechos acaecidos en el pasado.
- "Recuerdos" es una nota que Henry Townshend obtiene en Silent Hill 4: The Room durante su segunda visita al Mundo del Edificio. Se encuentra en el suelo, entre dos coches, cerca de la puerta que Henry utilizó para entrar en ese mundo. Parece ser un diario que contiene las claves para el puzzle de cuatro recuerdos que, cuando se resuelve sonará el tic tac del reloj de la Watch & Clock Shop para poder pasar con Eileen Galvin y conseguir llegar hasta el Bar Southfield con ella. El diario pertenecía a William Gregory.
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