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| - Domingo de madrugada; Mr. Rice, se levanta de la cama y, tras desayunar copiosamente a base de tostadas con mantequilla y un buen tazón de café con leche, se prepara para practicar el que, desde hace años, es su deporte favorito: la caza. Dicha afición, es llevada a cabo por el protagonista de nuestra historia de manera salvaje y descontrolada, sin hacer el más mínimo caso de las multas y quejas que, periódicamente, suelen llegarle de parte del Ayuntamiento, y de las asociaciones ecológicas. Ya todo equipado, con su escopeta limpia y revisada concienzudamente, cargada, y su canana al hombro, repleta de cartuchos, Thomas E. Rice, sale de su casa, silbando alegremente, monta en su “4 x 4”, y deja atrás el casco urbano, adentrándose, poco después, en la espesura del bosque. En la radio del auto, una emisora de música clásica, radia la “Primavera” de Vivaldi, y Rice mueve la cabeza al ritmo de la música, totalmente ajeno a cualquier problema que pueda presentarse. De repente, un conejo de color gris, cruza la polvorienta carretera que atraviesa el bosque, para caer bajo las ruedas del “Todo Terreno” del hombre que, furioso, maldice mientras frena en seco, al notar el golpe bajo el vehículo. -¡Jodido conejo! -Rice coge el cuerpo sin vida del animal, y lo sacude, salpicando con sangre el capó del coche, y su propia camisa. -Ya no joderás más con ninguna coneja, si es que ya lo has hecho -con desprecio, lanza el conejo muerto contra el tronco de un árbol cercano. Vuelve a montar en el “4 x 4” y, sigue su camino, sin ningún contratiempo más. Tan sólo media hora más tarde, Rice vuelve a maldecir contra todo lo existente en la Tierra cuando, después de frenar bruscamente, se apea del automóvil, y se acerca a leer el cartel que tiene delante. -¡Mierda, puto cartel! -Con un bufido de rabia, da marcha atrás con el coche, y rodea el letrero de “PASO CERRADO POR BLOQUEO”, para continuar su camino, sin darse cuenta de que se está adentrando, cada vez más, en la espesura del bosque. -¡Joder! -Exclama, transcurridos unos pocos minutos-. Me he perdido como un maldito principiante. Confundido, baja del vehículo y, rabioso, pega una patada contra una de las ruedas del auto. -¡Jodido cartel! Rice se encuentra en una situación verdaderamente difícil: Perdido y solo en medio de la espesura del bosque y, para colmo, con el depósito del “4 x 4” prácticamente vacío. Tras meditar las circunstancias, Thomas, se echa la escopeta al hombro, se pone su gorra de cazador, y empieza a andar, con intención de buscar alguna salida y, de paso, ver si cae alguna pieza. Durante unos diez minutos, Rice, camina sin rumbo, dando vueltas y más vueltas, internándose, cada vez más, en el frondoso bosque. -¡Jodido bosque! -Rice patalea enojado, pisoteando la colilla de su “Chesterfield”, mientras mira en derredor suyo, buscando alguna salida-. ¡Estoy con la mierda hasta el cuello! -Lanza una risotada, que está muy lejos de ser alegre. Tras esta breve parada, Thomas sigue andando, hasta encontrar un estrecho sendero de arena roja, que discurre, totalmente recto, en dirección a una pequeña cabaña de madera, pintada de color azul marino. -Supongo que habrá alguien que pueda echarme una mano en esa casucha -ni corto ni perezoso, Thomas E. Rice, empuja la puerta de la casita, y entra. -¡Hola! -Espera respuesta-. ¿No hay nadie? Me he perdido, necesito ayuda, por favor -como única respuesta a su llamada, llega hasta Rice un misterioso susurro desde algún rincón de la cabaña. Lentamente, y sin que el hombre se percate de ello, la puerta de la casita, se cierra tras él, mientras las luces de la misma, se encienden de repente, cegándolo momentáneamente. -¿Qué demonios…? -Rabioso, Rice agarra el picaporte de la puerta, y tira de él, y aporrea la hoja de madera, con nulos resultados-. ¡Déjenme salir de este apestoso lugar, malditos hijos de puta! -¡Silencio! -De repente, una extraña voz, surgida de Dios sabe dónde, le ordena callar-. El acusado no tiene ningún derecho a hablar, hasta que yo se lo permita. -P-pero -nervioso y asustado, Thomas, aferra con fuerza su arma, dispuesto a abrir fuego contra su misterioso enemigo. Súbitamente, algo duro y afilado, se clava en su muslo derecho, desgarrando tela y carne. -¡Arg! -El cazador, con dedos temblorosos, se palpa la pierna herida, y casi cae desmayado al ver su propia sangre manchando sus yemas. Mientras, la misteriosa voz, sigue hablando. -Thomas Eric Rice, nacido en Denver, Colorado; el cuatro de abril de mil novecientos treinta y ocho. Yo, el Gran Juez del Bosque, tras haber escuchado al Señor Conejo Blanco, Fiscal de la causa de los animales del bosque, y haber escuchado, a su vez, los alegatos del Señor Cepo de Lobo, representante de la defensa, y haber atendido a las declaraciones de los testigos de una y otra parte… -en ese instante, la voz se detiene, y Thomas puede escuchar el sonido de una respiración ronca y pesada-. Yo, el Gran Juez del Bosque, te declaro culpable de atentar, salvaje e indiscriminadamente, contra los miembros indefensos e inocentes de esta apacible comunidad, y te condeno a… ¡Muerte, muerte, muerte! -Un grupo de voces enfurecidas llenan la sala. Mas, Rice, sigue sin poder ver nada. -¡Orden! -Sonido de mazazos dados sobre una mesa de madera-. O mandaré desalojar la sala. El lugar queda sumido en un silencio sepulcral. -Bien, como iba diciendo, Thomas Eric Rice, te condeno a ser ajusticiado, públicamente, mediante la forma que salga elegida en nuestro sorteo. -¡P-pero yo…! -Antes de que pueda seguir hablando para defenderse de las acusaciones, unas manos invisibles, dotadas de una fuerza descomunal, lo inmovilizan, y lo arrastran hasta una puerta situada al otro extremo de la cabaña/juzgado, empujándolo fuera del lugar. Y, finalmente, Thomas E. Rice, para su espanto y asombro, puede ver a los extraños miembros de aquel absurdo juicio. A todos, incluido el Juez. Uno de los guardias de la cabaña/juzgado se le acerca por detrás y, con brusquedad, le coloca unas esposas para, después, empujarlo hacia un grueso árbol sin hojas. Mientras el Juez, que no es otra cosa que un pequeño, horrible y orejudo conejo, con un sospechoso parecido al que Rice atropellase horas antes ese mismo día, prepara, junto a otros seres zoomorfos, el aparato de ajusticiamiento, destinado a poner fin a la vida de nuestro protagonista. -¿Te acuerdas de nosotros? -Una pareja de patos salvajes, se acerca a Thomas, y comienzan a picotearle las piernas-. ¡Tú mataste a nuestra madre! -Los picotazos son cada vez más fuertes, tanto, que incluso logran tirar al hombre al suelo. -¡Traigan al reo! -El verdugo, una monstruosa criatura, con cuerpo humano y cabeza de jabalí, se relame y babea, formando pequeños charcos de saliva en el suelo, mientras se prepara para accionar el mecanismo de la terrorífica máquina de ejecución. A una orden del Juez, dos zorros, armados con sendas lanzas, le obligan a caminar hasta el aparato, un enorme cepo metálico, manejado de forma hábil y precisa por el hombre jabalí. Y, Thomas E. Rice, es colocado sobre la dura tabla del aparato, y sujetado a la misma mediante fortísima correas de cuero negro. -¡Soltadme, hijos de puta! -El hombre patalea furioso, en un desesperado intento por liberarse, aunque sin ningún resultado. Y, ante la mirada expectante de los asistentes, comienza la ejecución… El hombre jabalí acciona el mecanismo y, con un crujido escalofriante, las piernas de Rice, son quebrada por el cepo gigante, haciéndole lanzar un grito de dolor inhumano, mientras el verdugo vuelve a preparar la máquina, dispuesto a continuar la ejecución. Rice, nota como todo a su alrededor comienza a dar vueltas, mareado por el dolor. Y, el cepo, vuelve a caer, esta vez a la altura de su estómago, reventándolo por dentro. Rice, cierra los ojos, desvanecido por el sufrimiento. La infernal maquinaria vuelve a ser preparada por el horrible hombre jabalí, que sonríe gozoso ante la agonía del cazador. Thomas E. Rice, abre los ojos, un segundo antes de que la barra de metal caiga sobre su garganta, aplastándola como si de un tallo tierno se tratase… -¡Señor, señor! ¿Se encuentra bien? -¿Qué pasa, qué, qué? -Tendido sobre su cama, Rice abre los ojos, y clava la mirada en el blanco techo de su dormitorio. Junto al lecho, Raúl, su criado, le dedica una mirada cargada de preocupación. -¿Se encuentra bien, señor? -¿Por qué lo preguntas? -Lleva un buen rato agitándose en la cama, y hablando en sueños. -¡Tonterías! -Thomas, retira la sábana, y se sienta en el borde de la cama-. Nunca he hablado en sueños. -Como usted diga, señor -agachando la cabeza, el joven argentino, se aparta para dejar que su patrón se levante y se vista. -¿Raúl, qué hora es? -Todavía adormilado, Rice se pone su camisa, y la abotona lentamente. -Son las nueve y media de la mañana, señor. Tiene preparado el desayuno, y sus aperos de caza también. -¿Mis enseres de caza? -Inconscientemente, Thomas E. Rice, se acaricia el cuello, y siente una extraña punzada de dolor en las piernas y el abdomen-. Muchas gracias, muchacho -intenta sonreir, y mueve la cabeza con gesto afirmativo. Diez minutos más tarde, Rice, desayuna solo, sin apenas apetito. Después, una vez recogida la escopeta, ya limpia y cargada, sube a su “4 x 4”, y abandona el casco urbano, adentrándose, pocos minutos más tarde, en la espesura del bosque. En la radio del auto, una emisora de música clásica, radia la “Primavera” de Vivaldi, y Rice mueve la cabeza al ritmo de la música, totalmente ajeno a cualquier problema que pueda presentarse. De repente, un conejo de color gris, cruza la polvorienta carretera que atraviesa el bosque, para caer bajo las ruedas del “Todo Terreno” del hombre que, furioso, maldice mientras frena en seco, al notar el golpe bajo el vehículo. -¡Jodido conejo! -Rice coge el cuerpo sin vida del animal, y lo sacude, salpicando con sangre el capó del coche, y su propia camisa. -Ya no joderás más con ninguna coneja, si es que ya lo has hecho -con desprecio, lanza el conejo muerto contra el tronco de un árbol cercano. Vuelve a montar en el “4 x 4” y, sigue su camino, sin ningún contratiempo más. Tan sólo media hora más tarde, Rice vuelve a maldecir contra todo lo existente en la Tierra cuando, después de frenar bruscamente, se apea del automóvil, y se acerca a leer el cartel que tiene delante…
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