contenido
| - n los días que precedieron a la fundación de Orsinium, el desdeñado pueblo de los orcos estaba reducido al ostracismo y sometido a persecución con mayor frecuencia y encono que su progenie en nuestros días. Por este motivo, muchos de los campeones de los orsimer viajaban intentando hacer valer como podían ciertas fronteras para la proliferación de su propia especie. Hoy en día, aún se habla de muchos de estos campeones, entre los que se cuentan la Legión Maldita, Gromma el Lampiño y el noble Emmeg Gro-Kayra. Este último se habría convertido con certeza en una leyenda en toda Tamriel si no hubiera sido objeto de la atención de ciertos príncipes daédricos.
Emmeg Gro-Kayra era el hijo bastardo de una joven doncella que murió al dar a luz. Fue educado por el chamán de su tribu, el Grilikamaug, en las cimas de lo que hoy conocemos como Cumbres de Normar. A finales de su decimoquinto año de vida, Emmeg forjó con sus propias manos una armadura de escamas ornamentada, celebrando así un rito de ascensión de su tribu. Un día borrascoso, Emmeg colocó el último remache y, después de ponerse una pesada capa sobre el abultado manto, salió por última vez de su pueblo. No dejaron de llegar historias acerca de sus hazañas defendiendo caravanas de mercaderes de los bandidos o liberando a hombres bestia de la esclavitud. Las noticias del noble orco cruzado comenzaron a adornar incluso las conversaciones de los bretones, casi siempre mezcladas con cierto temor.
Menos de dos años después de alcanzar la madurez, Gro-Kayra se encontraba acampando cuando una leve voz lo llamó desde la oscuridad de la noche. Le sorprendió oír su propio idioma en boca de alguien que, claramente, no era un orco.
"Lord Kayra", decía la voz, "las historias de tus actos han pasado por boca de muchos hasta llegar a mis oídos". Tras mucho fijarse, Emmeg consiguió distinguir entre las tinieblas la silueta de una figura con capa a quien la luz de la hoguera otorgaba un toque irreal. Por la voz, había pensado que se trataba de una vieja bruja, pero ahora decidió que estaba en presencia de un hombre de complexión delgada y desgarbada, aunque no podía distinguir más detalles.
"Puede que así sea", dijo el cauteloso orco, "pero ello no me ha reportado gloria. ¿Quién eres?"
El intruso ignoró su pregunta y continuó: "A pesar de ello, orsimer, la gloria te ha encontrado y te traigo un regalo digno de ella". La capa del visitante se abrió un poco, revelando únicamente los botones que brillaban levemente a la pálida luz de la luna, y sacó un hatillo que fue a caer al lado del fuego que ardía entre los dos. Emmeg retiró con cuidado los trapos que envolvían el objeto y quedó deslumbrado cuando descubrió que se trataba de una ancha espada curva con una empuñadura profusamente decorada. El arma pesaba mucho, y Emmeg descubrió al blandirla que el elaborado pomo disimulaba la más práctica función de balancear el enorme peso de la espada. Poco más puede verse en su estado actual, pensó el orco, pero si se le da lustre y se colocan en su sitio las joyas desprendidas, será ciertamente una espada digna de un campeón diez veces más grande.
"Se llama Neb-Crescen", dijo el delgado extraño tras ver que el agradecimiento iluminaba la cara de Gro-Kayra. "La conseguí a cambio de un caballo y un secreto en climas más cálidos, pero a mi edad sería un triunfo si lograse levantarla. Lo adecuado es que se la entregue a alguien como tú. Si te la quedas, tu vida cambiará para siempre". Tras superar su encaprichamiento inicial con el arco de afilado acero, Emmeg volvió a posar su atención en el visitante.
"Todo eso suena muy bien, anciano", dijo Emmeg sin ocultar sus sospechas, "pero no soy estúpido. Hace tiempo conseguiste esta espada a cambio de algo, y esta noche también querrás hacer negocio. ¿Qué es lo que quieres?" El extraño dejó caer los hombros, y Emmeg se alegró de haber desvelado el verdadero objetivo de esta visita en el ocaso. Se sentó junto a él un rato y acabó ofreciéndole una pila de pieles, comida caliente y un puñado de monedas a cambio de la exótica arma. Por la mañana, el extraño había desaparecido.
En la semana siguiente al extraño encuentro, Neb-Crescen no salió de su vaina. Emmeg no se topó con ningún enemigo en los bosques y su comida consistió en aves y piezas pequeñas que cazó con el arco y las flechas. No le desagradaba la tranquilidad, pero en la séptima mañana, mientras la niebla aún bañaba las ramas más bajas, aguzó el oído al escuchar el revelador crujido de pisadas cercanas en las hojas caídas y la densa nieve.
Emmeg trató de olfatear, pero se encontraba a contra viento. Dado que no podía ver ni oler a su huésped, y sabiendo que la brisa arrastraba su olor en esa dirección, Emmeg se puso en guardia y desenvainó con cuidado a Neb-Crescen. Ni siquiera él supo con certeza lo que ocurrió a continuación.
El primer recuerdo consciente de Emmeg Gro-Kayra tras desenvainar a Neb-Crescen fue la imagen de la espada curva surcando el aire frente a él y salpicando de sangre la capa de blanco virginal que cubría el bosque. El segundo, el sentimiento de ansia de sangre desbocada que se apoderó de él, pero fue en ese momento cuando vio por primera vez a su víctima: una joven orca, probablemente unos años más joven que él, cuyo cuerpo era un lienzo de espeluznantes heridas, suficientes como para matar diez veces a un hombre fuerte.
La indignación de Emmeg aplastó la locura que lo había poseído y, echando mano de toda su fuerza de voluntad, liberó a Neb-Crescen y dejó que cayera. Con un zumbido discordante, esta giró en el aire y acabó enterrada en un montón de nieve. Emmeg huyó de la escena avergonzado y horrorizado, con la capucha echada para ocultar su rostro de los ojos escrutadores del sol naciente.
La escena donde Emmeg Gro-Kayra había asesinado a una de su especie era macabra. Por debajo del cuello, el cuerpo estaba desollado y mutilado hasta resultar casi irreconocible, pero la cara intacta se congeló en una expresión fija de terror.
En ese mismo lugar, Sheogorath llevó a cabo ciertos ritos para invocar a Malacath y los dos señores daédricos se reunieron en presencia del cadáver desfigurado.
"¿Por qué me muestras esto, Loco?" preguntó Malacath tras recuperarse de la indignación inicial que le había dejado sin palabras. "¿Te complace ver cómo lloro la muerte de mis hijos?" Su voz gutural retumbó, y el patrón de los orsimer miró al interpelado con ojos acusadores.
"Era tuya por nacimiento, marginado hermano", respondió Sheogorath con solemnidad en su aspecto y su porte. "Pero sus hábitos la convirtieron en hija mía. Aquí, mi dolor no es menor que el tuyo, como tampoco lo es mi indignación".
"No estoy tan seguro de eso", gruñó Malacath, "pero no dudes que seré yo quien coseche la venganza de este crimen. Espero que eso no lo discutas. Mantente al margen". Cuando el aterrador príncipe pasó a su lado, lord Sheogorath volvió a hablarle.
"No tengo ninguna intención de interponerme en tu venganza. De hecho, lo que quiero es ayudarte. Tengo sirvientes en este bosque que pueden decirte dónde encontrar a nuestro mutuo enemigo. Solo te pido que utilices el arma que yo elija. Hiere al criminal con mi espada y destiérralo a mi plano, donde pueda aplicarle mi propio castigo. El honor de darle muerte te pertenece a ti".
Malacath estuvo de acuerdo, por lo que tomó la ancha espada de Sheogorath y se fue.
Malacath se materializó delante del asesino, una figura con capa oscurecida por la neblina de la tormenta. Lanzando una maldición tan temible como para hacer languidecer los árboles a su alrededor, Malacath desenvainó la espada y atravesó la distancia con la rapidez de un zorro salvaje. Cegado por la rabia, blandió la espada en un arco que arrancó limpiamente la cabeza de su enemigo y después hundió el arma en su pecho hasta la empuñadura, convirtiendo los chorros de sangre en una creciente mancha roja que burbujeaba por debajo de la armadura de escamas y la pesada capa.
Jadeando por la rapidez y la inesperada furia de su propio acto, Malacath descansó posando una rodilla en el suelo mientras el cuerpo que tenía ante sí se derrumbaba pesadamente hacia atrás y la cabeza caía bruscamente sobre una ancha piedra plana. El sonido que se oyó a continuación rompió el silencio como un trueno.
"Lo. lo siento.", farfulló la voz de Emmeg Gro-Kayra. Malacath abrió desmesuradamente los ojos y miró la cabeza cortada, que goteaba sangre de la herida, pero que seguía viva de alguna manera. Sus ojos miraban a todas partes, intentando centrarse en la imagen de Malacath que tenía ante sí. Los ojos del campeón, antes tan orgullosos, estaban inundados con lágrimas de pena, dolor y reconocimiento confuso.
Para su horror, en ese momento Malacath descubrió que el hombre al que había asesinado no solo era uno de sus hijos orsimer, sino que, literalmente, era el hijo con el que había bendecido a una doncella orca hacía varios años. Durante unos dolorosos momentos, los dos se miraron, abatidos y horrorizados.
Entonces, tan silencioso como el acero engrasado, Sheogorath entró en el claro. Levantó la cabeza sin cuerpo de Emmeg Gro-Kayra y la envolvió en un pequeño saco gris. A continuación recuperó a Neb-Crescen del cadáver y se volvió para irse. Malacath intentó levantarse, pero volvió a caer de rodillas al darse cuenta de que había condenado irreversiblemente a su propio descendiente al reino de Sheogorath, y lamentó su error mientras el sonido de las roncas plegarias de su hijo se desvanecía en el helado horizonte.
|