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  • Religión y razón
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  • La religión considera como verdad en el sentido literal y fáctico del término el decir «Dios existe», «el alma es inmortal» o «los santos pueden hacer milagros», en el mismo sentido en que lo es el asegurar «el Océano Pacífico existe», «el cuerpo humano está formado en buena parte por agua» o «los médicos pueden curar a sus pacientes». Esta es la visión más tradicional y la que hoy es de suponer que adopta la inmensa mayoría de las personas religiosas en todo el mundo. Desde una perspectiva filosófica, choca frontalmente con todas las pautas de verificación que utilizamos para aceptar certezas en cualquier otro de los campos del conocimiento. En una palabra, no hay razón para tenerla por ajustada a la realidad.
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  • La religión considera como verdad en el sentido literal y fáctico del término el decir «Dios existe», «el alma es inmortal» o «los santos pueden hacer milagros», en el mismo sentido en que lo es el asegurar «el Océano Pacífico existe», «el cuerpo humano está formado en buena parte por agua» o «los médicos pueden curar a sus pacientes». Esta es la visión más tradicional y la que hoy es de suponer que adopta la inmensa mayoría de las personas religiosas en todo el mundo. Desde una perspectiva filosófica, choca frontalmente con todas las pautas de verificación que utilizamos para aceptar certezas en cualquier otro de los campos del conocimiento. En una palabra, no hay razón para tenerla por ajustada a la realidad. Lo que los teístas siempre dan argumentos "racionales" a favor del teísmo (la existencia de una persona sin cuerpo, eterna, que está en todas partes, creadora de toda realidad, omnipotente, omnisciente y sumamente bondadosa), sin embargo, no hay evidencia probatoria suficiente para tragarse enormidad semejante. Parece milagroso que personas razonables puedan ser también creyentes teístas: pero es que las personas razonables lo son sólo de a ratos y no faltan condicionamientos tanto psicológicos como sociales que hacen inteligible la fe o al menos la profesión de fe. Una actitud que se pretende respetuosa pero que en el fondo no es más que hipócrita o timorata recomienda a este respecto el agnosticismo para evitar las consecuencias socialmente negativas del rechazo puro y simple: «no podemos saber, somos incapaces de fundar el sí o el no». Se trata de una postura intelectualmente inconsistente: o bien se incurre en un escepticismo absoluto y se declara no saber nada sobre nada, lo cual resulta desmentido por las estrategias y destrezas que acatamos para orientar nuestra vida cotidiana, o se debe aceptar el mismo uso relativo y sometido a examen pero inequívoco de «verdad» o «falsedad» también en cuestiones religiosas. Es un abuso hipócrita del lenguaje decir que "yo no sé si los muertos resucitan o no": cualquier persona sabe que no resucitan, de la misma forma que sabemos cualquiera de las otras cosas de las que estamos razonablemente seguros. Aun más, en lo que respecta al núcleo central de la mayoría de las religiones, es decir la existencia de la propia divinidad, el problema no estriba en que se pueda saber si existe o no existe, sino en que ni siquiera resulta comprensible qué es lo que ha de existir o no. Una de las piezas más devastadoramente lúcidas de nuestra tradición filosófica, los Diálogos sobre la religión natural, de David Hume, analizan de forma exhaustiva esta perplejidad cuya misma redundancia la convierte en certeza negativa: lo que Hume demuestra es que, dado que nada de mínimamente seguro podemos saber sobre la naturaleza de ese Dios por cuya existencia nos preguntamos, el hecho de que exista o no es igualmente vacuo. No es que no sepamos, sino que no sabemos qué es lo que deberíamos saber: lo que queda así anulado en el agnosticismo no es nuestro conocimiento (en beneficio de la fe) sino nuestro raciocinio (en beneficio de la falsedad). Como bien resume Freud, «la ignorancia es la ignorancia y no es posible derivar de ella un derecho a creer en algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Solo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta» (El porvenir de una ilusión). Los creyentes aseguran que no es la razón ni la experiencia, con su frialdad científica, quienes puedan o deban comprobar la verdad de la religión: es el sentimiento, una especie de intuición –ella misma de origen graciosamente natural– que percibe la autenticidad oculta de lo divino. Las religiones naturalistas primitivas divinizaban a los seres naturales no humanos dotándoles de una intencionalidad y un carácter antropomórficos, mientras que los teísmos antropocéntricos posteriores veneran como divino al ser humano, desmesurando y proyectando en la trascendencia sus cualidades esenciales a escala deshumanizada. Por medio de la religión se acuña un ideal compartido en el que cada cual puede hallar cierta compensación frente a las insuficiencias de la realidad establecida, a la par que se contrarrestan los impulsos destructivos y disgregadores que todo individuo siente frente a la disciplina de vida en común, sobre todo en las sociedades más complejas y avanzadas.
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