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| - Antes incluso de que el joven Primarca de los Ángeles Sangrientos aterrizara en Baal Secundus, la historia de este satélite ya estaba llena de esfuerzos contra la adversidad. Aunque las lunas de Baal habían acogido antaño asentamientos humanos tecnológicamente avanzados y ricos, unas guerras terribles los habían destruido por completo hacía mucho. Todo lo que quedaba de la población humana original eran tribus que se aferraban a la existencia, carroñeando comida por un paisaje convertido en cristal irradiado y barro tóxico por las armas atómicas y biológicas de sus antepasados. Careciendo incluso de la protección más básica contra el duro ambiente radioactivo, la mutación y las enfermedades eran muy comunes, y solo los más fuertes y resistentes sobrevivían. La vida de estas dispersas tribus de Cambiados, como se llamaban a sí mismos, estaba desprovista de todo sentimiento. La sombra de la muerte por inanición siempre estaba presente, y hacían lo que debían hacer para sobrevivir, incluyendo comer la carne de aquellos que habían perdido la batalla por la supervivencia, fuesen amigos o enemigos. La única cosa que aterraba los corazones de los Cambiados eran aquellas criaturas llamadas los Sin Rostro: implacables ejércitos de asesinos que parecían existir solo para cazarlos y exterminarlos. Desnudos de sus pesados trajes protectores y sus característicos cascos con visor de espejo no eran más que humanos, y aun así miraban con desprecio a cualquiera que portase el estigma de la mutación. Así, cuando un grupo de Sin Rostro se encontró al joven Primarca yaciendo desprotegido en las ardientes arenas radioactivas, y vio las nacientes alas que sobresalían de su espalda, lo juzgaron como una abominación mutante. Si su convoy no hubiese sido atacado por una partida de guerra de los Cambiados, el mayor ser que jamás había puesto el pie en Baal Secundus habría sido asesinado allí mismo. La emboscada en las Cascadas del Ángel, que había salvado la vida del niño, era solo la última escaramuza de un conflicto sin fin, y el pequeño creció guardando un odio eterno y justo hacia los asesinos sin cara que habían tratado de matarle. Cuando maduró en una robusta adultez, aparentemente inmune al letal legado de su mundo, se convirtió en objeto de adoración para los Cambiados, y en figura de terror para los Sin Rostro. Sus alas, ahora completas y cubiertas de plumas del más puro blanco, le daban la apariencia de un ángel, al mismo tiempo terrible y divino. Por su habilidad y salvajismo, ambos bandos le conocieron como Sanguinius, el Ángel Sangriento. Las tribus de los Cambiados se unieron bajo su bandera, y sintiendo que su extinción estaba cerca, los Sin Rostro también se unificaron. En las Cascadas del Ángel, el lugar en el que había sido hallado el Primarca, un poderoso ejército atacó a la creciente banda de Sanguinius. Acorralados por un lado por los acantilados, y por los cañones del enemigo por el otro, los Cambiados urgieron a su amado líder para que huyese volando en la oscuridad de la noche y se salvase, pero no los quiso abandonar. La primera luz del amanecer brillando sobre las prístinas alas de Sanguinius fue la señal para el inicio de un día de carnicería sin igual desde las guerras que habían asolado el satélite. Aunque los Cambiados estaban superados en número cinco a uno, habían sido entrenados en las artes de la guerra por un avatar de la destrucción al que amaban más que a la propia vida. Se dice que las tribus de los Cambiados comieron bien aquella noche. La victoria en la Batalla de las Cascadas del Ángel rompió el poder de los Sin Rostro por todo Baal Secundus, y Sanguinius se aseguró de que no volverían a alzarse. Su ejército purgó cada pulgada de su destrozado mundo, y trajo innumerables trajes antirradiación como trofeos a su regreso. En los años siguientes, la pila de cascos (cada uno con la placa facial reflectante machacada simbólicamente) creció sin cesar en la base del acantilado de las Cascadas del Ángel. Así, con gran ceremonia Sanguinius y su guardia de honor se aproximaron al escondrijo de la última de todas las bandas de Sin Rostro, un complejo de búnkeres dañados que había quedado abandonado tras las guerras. Ninguna barrera ni muro pudieron detener la justa ira de Sanguinius. Fue el Ángel Sangriento de la venganza, hasta el momento en que los defensores activaron las armas biológicas que contenía el búnker. Los letales patógenos mataron a Cambiados y Sin Rostro por igual, y derribaron incluso al poderoso Primarca. En su estado paralizado, Sanguinius fue acosado por sueños febriles de un gran poder que le buscaba por las estrellas. Recibió visiones de un Emperador que le saludaba y afirmaba ser su padre, pero que al descubrir su mutación se volvía contra él y demostraba no ser mejor que los Sin Rostro. Sanguinius sintió cómo su corazón era arrancado de su pecho por el gigante con armadura que acompañaba al Emperador, y presenció el genocidio de todas las tribus de Cambiados de Baal Secundus. En el frío silencioso y funerario, una voz que se llamaba a sí misma "Nurgle" ofreció a Sanguinius una forma de evitar este destino para sí mismo y para su pueblo. Dijo que el Emperador podía ser derrotado, pero solo mediante el engaño. Si Sanguinius actuaba como un hijo leal, la presencia prometía que lo ocultaría con un atractivo que taparía sus verdaderas intenciones, y que haría que todos los que lo mirasen no vieran más que el más puro de los espíritus. Temiendo más por su pueblo que por su propia vida, Sanguinius aceptó con reticencia, y despertó. Tambaleándose fuera del búnker, vio la flota del Emperador llegar a la órbita, y a sus naves de desembarco rajar el cielo nocturno con fuego. Protegido por el brillo de Nurgle, el Emperador, acompañado por Horus, aceptó gozoso a Sanguinius como hijo suyo. Ser descrito como "un alma pura, que creció impoluta en un mundo de mutantes caníbales" desgarró a Sanguinius, pero mantuvo la mascarada. Contra toda expectativa, incluso sus alas fueron tomadas como un signo de su naturaleza angelical más que como una mutación condenatoria. Sanguinius ansió desgarrar la garganta del Emperador en ese mismo momento, pero la imagen de su cuerpo sin vida a los pies de Horus detuvo su mano. Como regalo de despedida, el Emperador le cedió el control de la recién llegada Novena Legión Astartes, poderosos guerreros creados según el patrón genético del mismo Sanguinius. Estos legionarios terranos quedaron encargados de integrarle en la sociedad imperial, así como de exterminar a las tribus mutantes para que los colonos, que debían proporcionar en un futuro nuevos reclutas para la Legión, pudiesen prosperar. Sanguinius se vio obligado a observar impotente cómo su Legión levantaba piras funerarias con los cuerpos de sus hermanos y hermanas Cambiados, pero poco a poco logró controlar sus acciones sin levantar sospechas. Frenó las purgas ordenando al grueso de la Legión que fuese a Baal Primaris para acabar primero con su población mutante. Esto le dio el tiempo que necesitaba para aprender todo lo que pudo sobre el proceso de creación de nuevos Marines, bajo el pretexto de que necesitarían nuevos reclutas para completar la Gran Cruzada del Emperador. Durante este tiempo, el asfixiante humo de las piras hizo que la vida en Baal Secundus fuese aún más letal que nunca. Al principio, Sanguinius vio esto como una bendición, pues los colonos imperiales enfermaban y eran presas fáciles, mientras que las tribus de Cambiados, inmunizados desde hacía mucho a un ambiente tan hostil, apenas eran afectadas. Cuando los Apotecarios hubieron completado la última hornada de semillas genéticas, cultivadas a partir de su propio cuerpo, Sanguinius llamó de vuelta a los Ángeles Sangrientos de su pogromo. Entonces, de uno en uno, les reveló su verdadera naturaleza.
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