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| - Mírela perdió a su prometido tres días antes de la boda. Lo mataron de un tiro en la cabeza cuando se resistió a un asalto en la Zona Rosa. Mírela no superó la pérdida; enloqueció, pero logró permanecer en casa al engañar a los psiquiatras que la trataron. Sus propios padres no dudaron que su hija estaba bien. La dejaron seguir con su vida como si nada hubiera pasado. El problema fue que Mírela decidió retomar contacto con su prometido a como diera lugar. Una amiga tan trastornada como ella le recomendó que visitara a cierta bruja, especializada, entre otras cosas, en elaborar ouijas con huesos de chacal. Mírela visitó a la mujer a espaldas del Mercado de Sonora, adquirió la ouija y regresó enseguida a la suite que su padre había mandado construirle en el tercer piso de la casa. Se encerró, corrió las cortinas, apagó la luz, encendió una vela y desplegó el tablero y el indicador de mensajes sobre el escritorio. Gracias a películas vistas y anécdotas escuchadas comenzó la sesión, esperando que el indicador se moviera; dio un respingo al notar que las yemas de sus dedos no eran lo que movía a aquella cosa. Llamó a Paolo con voz desfalleciente, esperando que en la tabla se formara una frase que la llenara de felicidad. En lugar de eso, la luz de la vela osciló violentamente, se desató un ventarrón que hizo estremecer las ventanas y, por fin, el indicador se movió sobre las letras. La frase que se formó fue: “No soy Paolo.” Enseguida se apagó la luz de la vela, resurgió el vendaval y, mientras los cristales vibraban, Mirela sintió mucho frío y el roce de algo indefinible en todo el cuerpo. Soltó un grito que escuchó su padre, don Salomón Barroso; mientras él pasaba de largo a su esposa y, como podía, subía las escaleras sin tropezar, Mirela caía al suelo y sentía cómo se le agotaban las fuerzas. Comenzó a serle casi imposible respirar, y mover un solo músculo era poco menos que inútil. Su último pensamiento fue para Paolo. Barroso, jadeando, llegó a la puerta de la suite y la tocó repetidas veces, al tiempo que repetía el nombre de su hija. Al fin se dio cuenta de su ridículo proceder, hizo girar el picaporte y empujó la puerta. La oscuridad, el frío y un raro olor lo recibieron. Tragó saliva al buscar a manotazos el interruptor de la luz; cuando lo accionó, por un segundo se iluminó el recinto, pues la bombilla se fundió. Ese tiempo bastó para que Barroso viera, o creyera ver, en la esquina opuesta, una figura quizá antropomorfa, formada por una especie de humo negruzco y trepidante. Lo envolvió la oscuridad y enseguida recibió un empellón que lo mandó contra el vano de la puerta. Quedó aturdido y boquiabierto, pero vivo y, curiosamente, con mucha energía. Se levantó casi de un salto y oyó unos pasos que subían la escalera. Era Ana María, quien aún cargaba a Sirio, el gato abisinio que ambos amaban. Sirio mostró un rechazo inmediato a Barroso; profirió una suerte de rugido apagado y de un brinco huyó de los brazos de su dueña. Corrió escaleras abajo. Ana María pasó por alto ese comportamiento y preguntó a su marido cómo estaba Mirela. —Mal —replicó Barroso.Desde luego que estaba mal. Ana María, con el corazón latiéndole a marchas forzadas, entró en la habitación y a tientas buscó a su hija, al tiempo que la llamaba dulcemente. Entretanto, Barroso descorrió las cortinas y dejó que la luz de la luna bañara la trágica escena. Ana María se arrodilló junto al cadáver y, entre sollozos y oraciones recitadas sotto voce, abrazó la cabeza inerte, cuyos cabellos se habían vuelto casi totalmente blancos. La iluminación permitió notar que el cuarto había quedado patas arriba; hasta la cama había sido despedida a un rincón. Barroso miró la ouija volcada e hizo una mueca extraña. —¡Dios mío! —bramó Ana María antes de perder el sentido.El incidente agradó a Barroso. Acostó a su esposa junto a la muerta y, con acusada calma, adecentó la habitación y llamó a las autoridades. Vinieron por el cadáver y, de una revisión preliminar, se concluyó que la muerte había respondido a un infarto. Barroso no puso en duda la versión y fingió que lo consternaba. Incluso un lego hubiera resuelto que la infeliz había sido privada de la vida. Algo había frenado repentinamente todas sus funciones vitales, lo cual llamaba la atención, sobre todo si se tomaba en cuenta que la occisa siempre había destacado por la buena salud. Ana María fue llevada a su habitación, donde quedó a solas. Ni la policía ni los paramédicos aludieron a la ouija —que había quedado sobre el escritorio—, pues jamás la habrían responsabilizado del incidente. Barroso firmó un acta de defunción y permitió que el cuerpo fuera llevado al SEMEFO, donde se le practicaría una necropsia. La entrada y salida de gente no duró más de media hora.Barroso, rebosante de ánimo, recorrió la casa, examinándola cuidadosamente. La encontró atractiva, con la excepción de Sirio, que seguía manifestándole marcado rechazo. Nadie hubiera creído que, ese mismo día, gato y dueño habían compartido el sofá, donde el segundo acarició prolongadamente el espinazo del primero. En un momento dado, Barroso se hartó de la actitud de la criatura; la orilló, la tomó por el cuero para alzarla y la miró fijamente a los ojos. Ana María despertó a medianoche, deseosa de que todo hubiera sido una pesadilla. No se escuchaba absolutamente nada. Se levantó tambaleándose y, casi en penumbra, salió del cuarto y se dirigió al tercer piso. La luz lunar volvió a revelarle la horrible verdad; Mirela había muerto. Apenas la extrañó ver el cuarto acomodado otra vez. Contempló la ouija y de inmediato pensó que había tenido que ver con el drama. La infancia en provincia le había redituado un carácter abierto a la superstición; le bastó poco tiempo para suponer que su hija, aún trastornada por la pérdida de Paolo, había querido contactarlo por vías inconvenientes para los vivos. Tomó la tabla y, ya espabilada, bajó a la sala con rapidez, dispuesta a confiarle sus sospechas a Barroso. Se sorprendió al encontrarlo en el sofá, con Sirio en su regazo y bebiendo una copa de vino tinto. Se veía muy tranquilo, como si horas antes no hubiera perdido a su única hija. Vio venir a Ana María y la ignoró para seguir bebiendo; ella, en cambio, se aproximó al notar algo extraño en el gato. —¡Sirio! —gritó al fin, precipitándose hacia él y tomándolo en brazos.El gato abisinio estaba muerto.Barroso sorbió ruidosamente los restos del vino.
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