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  • La leyenda del burro diabólico (Parte II)
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  • El señor Ortuño López fue el primer ciudadano en morir por precipitación del puente de Misisaga. Se trataba de un joven programador de 23 años. Aquella noche de 23 de Marzo de 1972 había permanecido en su oficina hasta tarde. Así lo declaró Don Rubén Cáceres, el director general de su sección. El auto de Ortuño López fue encontrado varado en una de las orillas del río San Lorenzo, con todas las ventanas rotas y la cabina comprimida. - Debió ser verdad –comenta el señor Diego con voz grave- Cuando yo fui a entrevistarlo, ni su mujer ni sus hijos estaban en el hospital.
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  • El señor Ortuño López fue el primer ciudadano en morir por precipitación del puente de Misisaga. Se trataba de un joven programador de 23 años. Aquella noche de 23 de Marzo de 1972 había permanecido en su oficina hasta tarde. Así lo declaró Don Rubén Cáceres, el director general de su sección. El auto de Ortuño López fue encontrado varado en una de las orillas del río San Lorenzo, con todas las ventanas rotas y la cabina comprimida. Por sentido común, la policía determinó que el vehículo cayó del puente Misisaga, pues éste era el único trayecto transitable ubicado a las alturas del río. Dos horas después, el cuerpo marchitado de Ortuño López fue hallado atascado entre un triángulo de rocas escabrosas que se interponían a la corriente. Pese al halo de misterio que envolvía al hecho, la noticia no tuvo repercusión en la comunidad. Imagino que esto se debe a que la gente de este siglo ya no es tan simpática. La eternal serie de atrocidades que los noticieros presentan ha desensibilizado a los televidentes continuos, como resultado, ya nadie se escandaliza por una muerte sin drama... Tres meses después, otro vehículo fue hallado en el costado del río. Pertenecía a un adinerado empresario que conducía a su casa de Miraflores luego de llevar a cabo actividades impías en los burdeles de los suburbios de Pacata Baja. Según el testimonio de la prostituta con la que congenió, Rodrigo Azar había bebido dos copas antes de marcharse. A diferencia de Ortuño López, el cadáver de Rodrigo Azar fue encontrado adentro de su vehículo. Tenía los ojos sangrantes y la lengua empedrada por sus propios dientes. Esto fue interpretado por los médicos forenses como irrefutable prueba de que había muerto por precipitación. Diego Azcargorta, uno de los periodistas más influyentes de mi país, ha escrito múltiples artículos sobre los meses obscuros. De hecho, gran parte de los datos de este documento provienen de su noble trabajo. Fiel a su personalidad temeraria, el señor Azcargorta a menudo incluye descripciones vívidas y deducciones controversiales en cada uno de sus artículos. La reseña que escribió para el periódico “La Razón” con respecto a la desdicha de Rodrigo Azar no es una excepción. Según Azcargorta “el cadáver exhibía una mueca de grito petrificada y tenía las manos tiesas como garras” Pese a todo, el segundo accidente, tal cual su predecesor, no removió a la comunidad determinantemente.La gente empezó concientizarse de la severidad de la situación luego de la quinta muerte. En este particular caso, los borrachos fueron el brío inicial de las iniciativas ciudadanas que se organizaron en respuesta a la serie de tragedias. La silueta del puente podía ser ubicada desde cualquier rincón de Villa Alta, porque colindaba con el edificio más imponente del país, El Megatón, cuyo pantalla electrónica transmitía comerciales televisivos y marcaba el tiempo y el clima. Nadie pudo explicar nunca porque los postes de luz del puente se apagaban a la 1:27 AM y se reencendían a la 1:57 Am. Durante ese paréntesis de tiempo el puente Misisaga yacía en la penumbra. Imagino que los trasnochadores ocasionales que divisaban este apagón desde la ventana de sus dormitorios lo atribuían a un malfuncionamiento eléctrico. Solo los borrachos, que se desvelaban regularmente, veían los apagones con la constancia para notar que estos sucedían todas las noches a las mismas horas exactas, según el Megatón. “Siempre creí que la alcaldía lo causaba para ahorrar electricidad” comenta Felipe Fábregas, el dueño de “La Paceña” una taberna aposentada en la periferia de Miraflores. “Algunos de mis clientes, los que deliraban, se divertían inventando historias terroríficas en honor a la falta de luz” cuenta el noble anciano.Los líderes emprendedores que cada vecindad tiene eventualmente se enteraron de las discontinuidades lumínicas del puente Misisaga. El Comité Civil de la ciudad de Villa Alta se pronunció. Una comitiva integrada por seis ciudadanos prestos fue delegada al palacio de la alcaldía con la misión de reclamar la reparación del sistema eléctrico del puente, en la convicción de que así cesarían los accidentes. Estaban respaldados por los informes forenses. Todos los testigos a los que la policía abordó concordaban en que los postes de luz estaban apagados en los momentos en que los vehículos se trastornaban, poco antes de caer al río. Los vecinos hicieron vigorosas referencias a estos informes durante su visita a la alcaldía. Las autoridades, que hasta entonces habían ignorado el problema, atendieron los reclamos con condescendencia. Cuatro días después un grupo de ingenieros y técnicos arribó al puente Misisaga y revisó los mecanismos de circulación eléctrica. Aunque no hallaron ningún desbarajuste relevante en el sistema, decidieron sustituir el generador, que parecía arcaico.No obstante, las luces del puente Misisaga continuaron discontinuando. En los mismos horarios que antes, ni un segundo más, ni un segundo menos. En vista de ello la comitiva de vecinos retornó a la alcaldía con ánimos indignados. A diferencia de la visita anterior, fueron atendidos por el mismísimo alcalde, que por aquellos tiempos era Rodolfo Quiroga. Según la prensa, el mayor les prometió con fervor que enmendaría la ineficacia de la reparación anterior. En efecto, pocos días después una segunda brigada de técnicos acudió al puente. Esta vez revisaron los sistemas de abastecimiento dieléctrico, los circuitos adicionales al complejo principal, y hasta los cables que recorrían el torso de los postes de luz. Pero pese a su meticulosidad, no hallaron el bendito problema. Esa noche, ni un segundo antes ni un segundo después, el puente quedó en tinieblas. El Comité Civil de la ciudad de Villa Alta no representó una tercera protesta. No hay documentos que expliquen su silencio. En lo personal, supongo que sus dirigentes temían despertar el fastidio de los administradores gubernamentales. Sin duda, la estrechez de la frecuencia de sus quejas hubiera fomentado cierta irritación. Tales activismos no serían necesarios, sin embargo, porque el problema acabaría siendo la propia solución. No hubo falta de una concientización simultánea de toda la comunidad. Intranquilizados por la reiteración de los accidentes, cada singular ciudadano tomó medidas independientes de precaución. Todos los conductores que debía alternar entre Miraflores y Pacata Baja durante la noche optaban por emplear la serpentina carretera 107 en vez de la conciso camino del puente, priorizando la seguridad de sus vidas por sobre el anhelo de llegar temprano a casa a dormir. En mi opinión, el tiempo es capaz de borrar todo. Puede aletargar las llamas de un amor que una vez se sintió tan poderoso como para quemar el sol, puede marchitar a los seres humanos que en días de juventud inflamaban el pecho con heroísmo y alzaban la vista hacia las estrellas. Y también puede mandar al olvido las enseñanzas más trascendentales de la vida. Me atrevo a pensar que fue el tiempo lo que vaporizó a fuego lento la prudencia de las vecindades de Miraflores y Pacata Baja. Antes los conductores esquivaban el puente a partir de las diez de la noche. Con el tiempo los autos empezaron a transitar el puente a las 11, luego a las 12, luego a la 1 … El señor Mario Gutiérrez fue el primer conductor que cayó al río San Lorenzo luego de cinco meses pacíficos. Ocurrió el 7 de Diciembre de 1974. El caso de Mario Gutiérrez es una interrupción a un flujo de tranquilidad, pero su verdadera relevancia recae en otra distinción. Mario sobrevivió. Había prevalecido a la adversidad con varios huesos fracturados. Muchos policías y periodista lo asediaron para que les narre su experiencia. Hasta la fecha, él y Marcelo Noah son los únicos seres humanos que han declarado haber visto a la criatura diabólica del puente ante toda la sociedad. El testimonio de Mario Gutiérrez se menosprecia por su contenido fantástico. De hecho, muchas personas califican a Gutiérrez de “Trastornado” No he podido hallar información prolija sobre sus declaraciones ni en los periódicos viejos ni en los artículos de Diego Azcargorta, quien lo entrevistó de primera mano. Los columnistas de El Deber, por ejemplo, ridiculizaron a Gutiérrez porque dijo que la criatura mítica que vio “se parecía a un burro” Lamentablemente, la reputación cómica de este noble y trabajador animal ha evitado que el asunto se tome con un mínimo de seriedad. En vista de que los medios carecían de información relevante, tomé la determinación férrea de encontrar al hombre yo mismo. Fue una tarea imposible. Me pasé largo tiempo telefoneando a los 26 “Mario Gutiérrez” que había en las guías telefónicas. Papá me advirtió que me penalizaría por cualquier exceso en nuestra próxima deuda, pero eso no me aplacó. Al principio me dio vergüenza importunar a tanta cantidad de gente, pero con el transcurso de las llamadas me fui desembarazando. Cuando los Mario Gutiérrez escatimaron comencé a llamar a los otros individuos que tenían el mismo apellido, por si acaso él estaba viviendo con sus hijos, si es que los tenía. Los periódicos antiguos contextualizaron poco sobre su vida personal. Tenía treinta y dos años cuando cayó del puente Misisaga, lo que significaba que hoy en día se encontraba a inminencias de la jubilación. A fin de cuentas, rotundo fue mi abatimiento cuando la última llamada de mi lista, tal cual sus predecesoras, no dio resultado. La única otra persona que se enfrentó al demonio del puente antes de su demolición fue Marcelo Noah, un prometedor escritor a nivel local y uno de los amigos de infancia de mi papá. Marcelo Noah y sus hijos habían viajado a Estados Unidos a pasar navidad con la familia de la esposa, de modo que por el momento no podía hablarle. Y según me había informado mi padre, los Noah no tenían planeado volver a Villa Alta hasta principios de Febrero, mientras que mi reporte debía ser entregado el 11 de Enero. Pretendí una entrevista telefónica, ciertamente. Pero luego me desanimé al echarle un vistazo a los desproporcionales precios de las llamadas a larga distancia. A la mañana siguiente, como al despertar, tuve una idea sensacional. Y todo porque recordé una charla que Miguel Améstegui, mi mejor amigo, y yo tuvimos unos días antes. Miguel está matriculado en la facultad de periodismo de la Universidad del Valle, como yo. Ambos asistimos a la misma clase de Pensamiento Crítico, de modo que durante esas vacaciones de invierno cada cual se consagro a la última tarea que nos había asignado el profesor. “Escojan algún suceso histórico de la ciudad de Villa Alta y pormenoricen todos sus incidencias” nos dijo. Por supuesto yo elegí a los meses obscuros como tema de mi informe, mientras que Miguel prefirió localizarse en otra peculiaridad histórica de la ciudad: El primer grito libertario. Él y yo tenemos por costumbre tomarnos un café y dos cigarrillos en los aposentos de la Cafetería Gino`s en las tardes de martes de cada semana. Entre charla y charla, Miguel hizo un comentario que luego me afectaría relevantemente: “He escuchado que el puente de tu reporte está maldito porque fue construido con dinero robado… creo que por unos hermanos bandoleros” Desde luego, muchas veces antes había oído hablar sobre los míticos hermanos Gulliani, así que no le presté atención al comentario. Solo después comprendí la magnitud de su importancia para mi investigación. Entonces me sobrevino un implacable deseo por averiguar todo lo posible sobre los Gulliani. Quedé estupefacto cuando, al hablar sobre mis intenciones en el almuerzo familiar de ese día, mi madre comentó “Tu tía Valencia conoció a uno de ellos” Los días siguientes me dediqué a realizar las entrevistas que ustedes leyeron en la primera sección de este documento. Muchos entrevistados donaron recuerdos personales de los Gulliani con grato voluntarismo. No obstante, solo mis familiares incluyeron en sus historias los detalles emocionales y profundos que no se revelan a nadie que no sea de confianza. Por lo general esta honestidad enriquece al entrevistador; pero hay gente que, en el desenfreno de la espontaneidad, comete indelicadezas. Tomemos el ejemplo de tía Brenda. Excluí su testimonio porque estaba cargado de un entusiasmo feroz que me sobrecogió. Además no tuvo reparos en maquillar sus declaraciones con anécdotas irrelevantes al caso, muchas de las cuales tematizaban intimidades de mi familia. Tentado estuve de editar su declaración para poder añadirla aquí. Al final desistí por fidelidad a la pureza. En cualquier caso, el controversial punto de vista de tía Brenda hubiera difuminado la historia en lugar de completarla, por lo que no sufrí arrepentimientos ulteriores luego de marginarlo. Lo que sí me conmovió fue la nostalgia intensa de tía Valencia. Cada vez que visualizaba a Benemérito Gulliani en las lejanías del horizonte sus ojos se le humedecían de alegría. Una vez que daba por finalizada la entrevista, no obstante, distinguía decaimiento y desmoralización en su rostro angelical. Esto me conturbaba la consciencia. Si hubiera previsto el dolor que mis indagaciones le infundirían probablemente no las habría emprendido en primera instancia. O quizá sí… Una no conoce el alcance de su propio egoísmo hasta que se encuentra en una situación de necesidad. Capítulo 3: El burro de Misisaga A lo largo de los días siguientes, dediqué las horas despropositadas del día a pensar en formas de localizar a Mario Gutierrez. Debía encontrarlo a como dé lugar para aclarar lo que había sucedido durante su “sobrenatural” experiencia. Para planificar mis estrategias me solía aislar en silencios privados, incluso cuando me encontraba en torno a actividades grupales. De hecho, tan descontextualizada estuvo mi mente durante el almuerzo familiar del domingo, que mi abuela Lisia atribuyó mi ensimismamiento a un derrumbe emocional. La cuidadora anciana encontró una situación de intimidad y me cuestionó sobre mi salud y mis relaciones amorosas. Al distinguir el tono preocupado de sus preguntas, le aseguré apaciguadoramente que ninguna desventura me trastornaba. Ella arrugó el rostro con recelo, pero suspendió su interrogatorio, aunque no sin antes lanzarme un par de preguntas vehementes que reclamaban reafirmación. “No me pasa nada, enserio” le prometí “Es solo que estoy obsesionado con una historia… otra vez” A pesar de mis prolongados mutismos de meditación, fui incapaz de sintonizar una idea rescatadora. Resignado a mi imposibilidad de contactar a Mario Gutiérrez, decidí conformarme con la información que ya poseía, y empecé mi informe. Escribía de noche para aprovechar la luz poética de la luna. Cuando ya estaba a punto de terminar mi madre invitó a Sonia Valverde a almorzar a la casa. Al enterarme no imaginé que la visita de aquella señora tendría un efecto renovador en mi trabajo. Era robusta y fornida, y utilizaba el maquillaje, a diferencia de muchas mujeres, para dulcificar su rostro en vez de sexualizarlo. Tenía rubor en las mejillas como una flor, tenía ojos agrandados y sorprendidos, tenía una boca pequeña y rozada. Me atrevo a confesar, en el secretismo cómplice que hay entre el escritor y sus lectores, que la visión cándida de aquella mujer dinamizó mis mecanismos íntimos. Lo único que me causó gran desagrado fue su perfume, que olía como a gato recién bañado. Ciertamente, en el comedor era la única que hablaba, lo cual hizo que papá se ofendiera, creo. “Mi hijo también quiere ser periodista. Estudia en la universidad del Valle” comentó mi madre en cierto punto de la reunión. Sonia se interesó por mis pareces sobre la carrera. Salí del paso con las respuestas vagas propias de una actitud de reserva “Me gusta” “Todo lindo” “Todo bien” Entonces mi madre volvió a interferir y le dijo a Sonia que yo estaba escribiendo un reporte sobre la leyenda del Burro de Misisaga. Me invadió la incomodidad acalorada de cuando una madre se entromete en la vida social de uno. Sonia chasqueó los dedos y sonrió con iluminación. - ¡El burro de Misisaga! Uno de mis amigos habla de ese cuento todo el tiempo. Creo que incluso escribió unos artículos al respecto.- ¿Diego Azcargorta? –exclamé, sobresaltado.- Sí, sí. ¿Lo conoces, eh?- Es como… el mejor periodista del país.- Pídele a Sonia que te consiga una entrevista con él –sugirió mi padre- Tal vez él sepa dónde está el hombre que buscas… ¿Mario Gutiérrez, no?A veces soy muy egocéntrico. Cuando papá me dio eso idea, me sentí mal por no haberla pensado antes yo mismo. De inmediato junté palmas como en súplica y se lo pedí a Sonia arrugando la frente. Ella asintió con desenfado.- Claro, claro, te conseguiré una cita con Dieguito. Hace años que no hablo con él. Pero aprovecharé la oportunidad para reanudar contacto… Tenía la esperanza de que ella logre el milagro antes de la fecha de entrega de mi reporte, de modo que disponga de tiempo para incluir la nueva información. A decir verdad su manera de ser espontánea y amistosa me inspiró confianza. Sus comportamientos posteriores no me desilusionarían… en parte. Me llamó tres días después de su visita. Dijo que había chateado con Diego Azkargorta por Facebook la noche anterior. Al parecer, el eminente periodista estaba trajinado por varios asuntos de menester. Pero accedió a una entrevista porque, como yo intuía, el tema le interesaba de sobremanera. De modo que Sonia había convenido que él y yo nos encontráramos en la Cafetería Gino`s a las cinco de la tarde del 20 de Enero. Exactamente, nueve días después de la fecha de entrega de mi reporte. Le supliqué a Sonia que hablara con Diego Azkargorta para adelantar el compromiso. Ella me prometió que lo intentaría, pero dejo en claro que le parecía improbable que él condescendiera, pues era un hombre abrumado de trabajo. Al día siguiente me volvió a llamar, asegurándome que Diego carecía de tiempo libre antes del 20 de Enero. Me preguntó si seguía interesado para que luego se lo confirme a Diego. Yo acepté. Solo entonces me di cuenta que la investigación a la leyenda del Burro de Misisaga se había vuelto un desafío personal. Mi primer contacto con la leyenda ocurrió en mi niñez. Aquella vez mi padre, Felipe (mi hermano menor) y yo acampábamos en el jardín de mi casa, solo por el placer de estrenar las carpas que la abuela Lisia nos obsequió en navidad. Incluso montamos una fogata, para consolidar la ilusión de intemperie. Entonces mi padre, en una de sus esporádicos arranques infantiles, propuso que hagamos una ronda de historias de terror antes dormir. Felipe y yo fuimos los primeros en narrar. Y una vez que concluimos nuestros cuentos tiernos, papá se impuso con solemnidad. Desplegó la historia de Marcelo Noah y Pedro Noah, dos hermanos que una noche huyeron de casa para visitar un puente embrujado. Por esos tiempos yo era un niño juicioso. A lo largo del relato me retumbaba la consciencia de que papá, con premeditación maquiavélica, ideó una historia protagonizada por un par de hermanos para que Felipe y yo empaticemos y nos asustemos. La clarividencia de la incredulidad disipa las penumbras del temor; por eso aquella noche dormí sin desasosiego. Ignacio, al contrario, fue más sensible a los tentáculos de la historia, y a media noche salió de la carpa y volvió a los interiores de la casa para dormir en continuidad con mamá. Muchos años después sentiría un temor tardío por el cuento. Tenía 19 años. Fue en mi clase de Fisiología, por la época en que todavía estudiaba matriculado en la facultad de Medicina. El profesor Wilson Mercado (que en paz descanse) había decidido dejar de enseñar la materia para parlotear con nosotros, hacer chistes, y contar anécdotas. Sucede que, en alguno de los impuntuales cambios de tema del profesor Wilson, se empezó a hablar de un puente que antes existía entre Miraflores y Pacata Baja, en el cual habían ocurrido una extraña serie de accidentes automovilísticos. Me estremecí sobre mí pupitre al oírlo. Había reconocido el nombre del puente de las memorias de mi infancia. Intrigado, esa noche traté el asunto con mi padre. - Esa historia que nos contaste a mí y a Felipe cuando éramos niños… esa de los hermanos que van al puente de Misisaga y ven a un animal raro… ¿Es verídica? - papá se encogió de hombros, y puso una cara inexpresiva, descompuesta.- Cuando éramos niños, Marcelo juraba que era verdad – hizo una pausa - Algunos le creen.- ¿Y tú? –insistí. Se lo pensó unos segundos.- No, por supuesto que no. El ámbito controversial del cuento agudizó aún más curiosidad. Sucede que las contrariedades despiertan cierto interés en los seres humanos; y yo no era una excepción. Sospecho que por eso algunas chicas se enamoran solo de chicos lastimadores, y quizá por eso algunos chicos ambicionan solo a las chicas que ya tienen novio. En mi caso, los misterios irresolutos me estimulan. Aunque, la verdad ha de ser dicha, en aquella temporada no tenía tiempo para desarrollar ninguna investigación, pues me dominaba el trajín maniaco de mis estudios en la facultad de medicina. Además, todavía estaba desmoralizado por la pronta muerte de mi abuelo. La semilla de mi interés perduró en mi interior, desde luego, y floreció en el momento oportuno, dos años después. Algunos de mis compañeros se rieron amistosamente cuando les confesé que centraría mi tarea de Sucesos Históricos de Villa Alta en la Leyenda del Burro de Misisaga. Incluso Esteban, con quien coincidimos en casi todo, se extrañó. “Este proyecto vale 10% de la nota final…” me reflexionó “¿Seguro que quieres basarlo en un cuento de terror?” Ni él pudo disuadirme. Luego acabaría reivindicándome, porque recibí una calificación triunfal en mi reporte: 89% Pero eso ya no me importaba… Pues como dije antes, la investigación sobre el misterio de Misisaga había dejado de ser una obligación académica, y se me había vuelto una obsesión independiente.Diego Azcargorta y yo nos encontramos en la cafetería Gino`s en la fecha prevista. Mi corazón se reverberó cuando vi al ídolo de mi juventud sentado en la mesa central del salón, esperándome. Por supuesto, yo había acudido al lugar con veinte minutos de anticipación. De modo que grande fue mi pasmo al encontrármelo de improvisto. Tenía hombros rectos y aire solvente, y su rostro rugoso como el mar emanaba una sabiduría pacífica. Al verme llegar me dedicó una gran sonrisa. De inmediato nos dimos un apretón. Su mano era huesuda y temblorosa, pero tenía un poder de presión que doblegaba. Diego Azcargorta fue la única persona de las muchas a la que entrevisté que me dio respuestas sin que antes yo le diera preguntas. Lo primero que hizo fue contarme la leyenda del Burro de Misisaga desde el principio. Yo conocía los pormenores de memoria, pero lo dejé expresarse por respeto. Hablaba con el entusiasmo solemne propio de los fanáticos. Nuestra conversación se prolongó hasta las nueve de la noche, de lo cual no me arrepiento, porque recibí información preciosa. Poco antes de despedirnos le pregunté porque nunca había revelado toda esa información en sus famosos artículos sobre los meses obscuros. Sin duda mi reporte se hubiera enriquecido considerablemente si hubiera tenido acceso a tal raudal de datos. Él se disculpó con humildad. - Para un verdadero periodista, decir solo el 99% de la verdad es mentir –puso los codos sobre la mesa y se acercó a mí con aire de confidencialidad – Algunos editores y publicistas creen que estoy loco por mi interés en ciertas investigaciones mías no convencionales. El avistamiento Ovni en Maracas y el Burro de Misisaga son ejemplos notables. Todos los artículos que escribí sobre estos dos casos, especialmente sobre el último, suscitaban escándalo público. Mis superiores se exasperaron y dejaron de publicar mis misivas. Por ese entonces era un joven todavía muy tímido, y además no tenía los contactos que tengo ahora. Así que me resigné, y tuve que quedarme con mucha información de interés. Hoy en día el tema es demasiado anticuado, pero eso no significa que no merece ser publicado. Por eso mismo te conté todo lo que te conté. Yo ya estoy viejo y abrumado; hace falta de alguien con sangre nueva y pelotas llenas que se atreva a contar lo que nadie más se atreve. Y veo algo de esa audacia en ti, muchacho –dijo guiñándome el ojo, y empezó a removerse en carcajadas. Yo quedé boquiabierto, y casi me orino de la felicidad. Cabe destacar que, pese a la alta productividad de la reunión, no todos las dudas fueron desatados. Por ejemplo, la incógnita que más me impacientaba perduró. Diego Azcargorta negó conocer el paradero actual de Mario Gutiérrez cuando le pregunté. Lo único que Diego supo de él después de haberlo entrevistado fue que el pobre tuvo que quedarse en el hospital el doble de tiempo del previsto por un extraño infortunio. Al parecer, una enfermera energúmena se tropezó mientras caminaba hacia su cama con intención de suministrarle alguna medicina. En un inconcebible fogonazo de mala suerte, la voluminosa señora cayó directo sobre él. Y sus huesos quebradizos de hombre en recuperación se desarticularon por el peso del cuerpo transgresor. Diego Azkargorta, que no tenía reservas ni reparos por nada, me contó la lamentable anécdota aplaudiendo de la risa. Su hilaridad me contagió, pero en el fondo compadecí profundamente a aquel hombre victimado por la vida. En todo caso, esa fue una noche en la que tuve la oportunidad de apreciar los fundamentos reales de la leyenda de Misisaga con una nitidez inédita. Por desgracia, no grabé la entrevista porque –torpe de mí- olvidé la grabadora en mi casa. Supongo que la ansiedad por ver a mi héroe me idiotizó y por eso no me preparé completamente. No obstante, puedo presentar las líneas de la entrevista con considerable fidelidad porque ni bien llegué a casa me aseguré de escribir todo lo sucedido en una hoja de papel.Mario Gutiérrez admitió que la noche del 7 de Diciembre de 1974 condujo su vehículo con somnolencia. Trabajaba en una fábrica de botellas de plástico, en la cual le asignaban horarios cambiantes. En el programa de aquella semana estaba establecido que Mario debía trasladar los desechos de la producción al embarque de reciclaje. La industria en donde Mario laburaba se ubicaba en la calle Palacios 446, al lado de la plaza Recolecta, en el barrio Miraflores. Los lectores que viven en Villa Alta quizá no puedan ver las instalaciones de la fábrica actualmente, creo que la convirtieron en un supermercado. La familia de Mario también vivía en Miraflores, pero aquella noche, luego del trabajo, no condujo allí. Se dirigió a Pacata Baja, a la vivienda de su hermano Simón, donde residía temporalmente. Al día siguiente Mario testificó que esa temporada no vivía con su familia a causa una extensa serie de altercados entre su esposa y él. - Debió ser verdad –comenta el señor Diego con voz grave- Cuando yo fui a entrevistarlo, ni su mujer ni sus hijos estaban en el hospital. María Suarez, una madre de familia que vive en una choza a las orillas del río, afirma haber atestiguado la caída del auto de Gutiérrez, y los momentos precederos a esta. Según ella, al principio el auto se desplazaba a una velocidad serena a través del puente. Pero a medio camino se desenfrenó caóticamente. Cuando la policía la interrogó María aseguró que poco antes de esta aceleración las luces del puente se apagaron. El esposo de María salió de la choza de inmediato, escandalizado por el ruido que causó el auto al estrellarse contra las aguas. Desde luego, ellos estaban totalmente familiarizados con los accidentes de Misisaga, ya que estos siempre concluían en las inmediaciones de su hogar. Por eso se sorprendieron cuando oyeron gritos histéricos provenientes del vehículo naufragante. Creyeron imposible que aquel conductor sobreviviera. Finalmente el esposo de María se desembarazó de los titubeos y se arrojó al río en un arranque de auxilio. Regresó a la orilla portando el cuerpo desquebrajado de un hombre que gemía y lloraba como un infante. Llamaron a la ambulancia de inmediato. Poco más tarde Mario Gutiérrez fue hospitalizado y luego sometido a una saga de cirugías de reestructuración. A lo largo de horas los cirujanos sudorosos reacomodaron sus huesos enloquecidos. Su calidad de sobreviviente único le confirió una popularidad heroica. Sobra decir que cuando su salud fue propicia los medios de comunicación lo acorralaron. También fue requerido por la policía, como bien sabemos. Ante el apremio de las preguntas, Mario se explayó, pero eludiendo los temas específicas y adentrándose en temas obscuros e inesperados. El contenido de sus declaraciones alarmó a los doctores, quienes lo expusieron a escáneres cerebrales en sospecha de que el accidente le produjo algún menoscabo. Las pruebas no desvelaron ninguna anomalía. Posteriormente lo agobiaron sometiéndole a una serie de exámenes psicológicos. Al parecer, los afanados eruditos rehuían la posibilidad de que las respuestas de Don Mario procedieran de una mente funcional. Nunca pudieron comprobar su locura. - Los editores de los periódicos se deleitaron poniendo primeras portadas como “Accidentes de Calacoto causados por fuerzas sobrenaturales” Cuando seas periodista, muchacho, no te dejes seducir por el sensacionalismo. Los medios restregaron artículos alarmantes, y la población se reverberó. Muchos mitos y rumores salieron de allí, los adolescentes, en especial, se regodeaban relatando presuntas anécdotas de encuentros con Satanás en el puente. –don Diego se ríe- Más o menos lo mismo pasó con la calle Habager, cuando durante dos semanas se escucharon llantos de bebé en las noches que provenían de nadie sabe dónde. Ahora todos creen que la calle está embrujada, y mi nieto me ruega que lo acompañe a ir de noche. Mario Gutiérrez afirmó haber avistado una figura extraña poco antes de caer del puente. A medida que su auto iba aproximándosele, podía verla mejor. En esos momentos las luces de los postes estaban muertas, por lo que una nébula de tinieblas empañaba su parabrisas. Imagino que disponía de cierta visibilidad por los torrentes de luz que proyectaban las bombillas de su parachoques. De todas maneras, el señor Mario afirma que nunca pudo ver al animal del horizonte con nitidez. El periódico “Opinión” recoge esta cuota suya: “Era un animal que jamás había visto en mi vida, pero… se parecía a un burro” Tamboreó la bocina para ahuyentar a la criatura Para su desconcierto, el animal no recapacitaba. Entonces el señor Mario oyó una voz extraña que parecía salir de todos los poros del aire. Era una voz lenta y gruesa, que alargaba las palabras, y que resonaba con ecos apoteósicos. Lo único que escuchó de esa voz existencial fue una pregunta que se repetía como ondas en el agua. “¿Por qué me quieren matar?” “¿Por qué me quieren matar?” Sobrecogido por la conmoción, Don Mario quiso inmovilizar su vehículo. Tirado sobre una cama y con la mitad de los huesos rotos, juró con desconsuelo que cuando presionó el pedal del freno, el auto aceleró en lugar de aquietarse. Lo irónico es que esta afirmación contradictoria hizo que los doctores confiaran más en su entereza mental. Esto se debe a la concordancia entre su testimonio y el de María Suarez. Según ambos, el apagón de las luces precedió al desenfreno del vehículo. Es necesario aclarar que las coincidencias de secuencialidad entre un evento real y un delirio son bastante insólitas. Las líneas de tiempo de la alucinación y de la realidad a veces si concuerdan, es oportuno mencionar; por la abrumadora variedad de patologías mentales, es muy difícil establecer patrones universales. (NOTA: Disculpen mi lenguaje vago, sucede que estudié de medicina solo hasta el segundo año) En todo caso, la corrección cronológica del testimonio de Don Mario demostró que fue receptivo a cierto grado de realidad durante su accidente, lo cual atribuyó credibilidad a su testimonio. Cuando la prensa dio a conocer esto al público, una nebulosa de interés y polémica empezó a condensarse en torno al superviviente. Una vez más, El Comité de la ciudad reclamó una intervención solucionadora por parte de la alcaldía. Llegado este punto, la impotencia de las autoridades era más que evidente. Desde luego, no creo que la eventual determinación de demoler el puente se haya originado en la ambigua leyenda. Pero no me atrevo a dar por sentado que la terrorífica reputación del puente no influenció a nuestros dirigentes cuento sopesaban la posibilidad de demoler el puente. Los datos dispensados por Diego Azcargorta apaciguaron mi curiosidad. También me estremecieron… ¿Era verídico el testimonio de Mario Gutiérrez? Si así fuera, mis percepciones de la vida sufrirían una alteración sísmica. En el fondo sabía que los únicos misterios existentes son incomprobables, porque si se pudieran corroborar, se transformarían en realidades aceptadas, y si se pudieran desmentir, en adelante nunca serían recordados. ¿Significaba eso que, pese a todo mi empeño, jamás podría determinar si la criatura diabólica existió o no? Me negaba a admitir la derrota sin antes batallar hasta el último tramo. Aun restaba una persona importante a quien interrogar: Marcelo Noah. La dificultad de esta tentativa consistía en que él era un total desconocido para mí. Por su corazón independiente, papá hacía su vida social en un espacio aislado del que privaba a los demás miembros de mi familia. De modo que cuando finalmente regresó de EEUU, no tenía ni idea de cómo abordarlo para pedirle una entrevista. - Asiste a una de las noches de poker de tu padre –me recomendó ella – Marcelo siempre va.Concluí que la idea era estupenda. Luego le pregunté a mi padre si tenía alguna objeción a que me afiliase a la próxima reunión de sus amigos. Él se intrigo por aquel súbito interés, y yo me justifiqué diciéndole que me encontraba en las etapas tempranas de una afición por el Poker. Finalmente aceptó, aunque con cierto reparo, pues como dije, le gustaba llevar su vida social independientemente. Entonces tuve que esperar dos semanas hasta el segundo viernes de Febrero. En esa fecha los caballeros de las familias del vecindario se congregarían en una casa cualquiera y apostarían hasta la bancarrota. Aproveché las los días preliminares para adiestrarme en las artes del Póker. La reunión se llevó a cabo en la residencia de Russel Choque. La sala tenía una amplia mesa circular de tapiz verde, sobre la cual había botellas de licor y un mazo de cartas de dorso dorado. Al costado había un cenáculo de sofás viejos donde varios hombres conversaban vigorosamente, y fumaban y comían frituras de una bandeja. Aquella noche fue fenomenal. En primer lugar, porque Marcelo Noah y yo congeniamos muy bien desde el momento en que papá nos presentó. Era un hombre amistoso. Tenía un cuerpo grande y voluminoso como el de un oso, y su rostro era risueño, ruboroso, y bonachón. El resto de los hombres de la reunión también resultaron ser personajes destacables, pero me abstendré de describirlos para economizar en espacio narrativo. La segunda buenaventura de la noche fue que, de las cuatro mesas que se jugaron, yo gané tres. Algunos atribuyeron esta anomalía a la fortuna de los principiantes. En la última mesa, sin embargo, perdí todas mis fichas porque caí en las trampas de la confianza. Fue entonces cuando divisé que Marcelo Noah, que perdió mucho antes que yo, estaba parado en la terraza en total soledad. Miraba al cielo con aire romántico mientras se servía papas fritas de una bolsita que tenía en una mano. Desde luego, como cualquier escritor, estaba inclinado al aislamiento y a la introversión. En cuanto a mí, detecté mi oportunidad. Y a pasos rápidos fui a la terraza para unírmele. Como estrategia, empecé hablándole de literatura. La gente suele sentirse cómoda y expansiva cuando se toca un tema que los aficiona. Solo varios minutos después de iniciada nuestra animada conversación, cuando percibí que me había ganado su confianza, me atreví a insinuarle lo que en verdad quería. - ¿Una entrevista? –preguntó con una sonrisa incrédula y alegre. - Es sobre el Burro de Misisaga. Mi padre me contó acerca de tu… experiencia.Marcelo se quedó lívido por algunos segundos. Su palidez fue tan explícita que por un momento temí que se iba a indignar por mi impertinencia. Gracias a Dios recobró la normalidad de inmediato. De hecho, empezó a mirarme sonrientemente. - Lee mi relato “El demonio del puente”. Está en mi antología de relatos cortos titulada “Las perlas de Lucifer” Tu papá me prometió que compraría un ejemplar –añadió entre risas.
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