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| - alla. Pal La. Solo su nombre encendía mi corazón. Incluso cuando intentaba atender en clase a lo que decía el maestro, acababa susurrándolo una y otra vez. Abría los labios silenciosamente para formar "Pal" y con un leve movimiento de lengua seguía "La", como si estuviera besando su espíritu. Me invadía una especie de locura, aunque era consciente de que solo eran imaginaciones mías. Sabía que estaba enamorado de una noble guardia roja, una feroz guerrera, la estrella más bella del firmamento. Sabía que su hija Betaniqi había adquirido un palacete cerca del gremio y que yo le gustaba. Incluso podría decirse que se había encaprichado de mí. Asimismo, sabía que Palla había luchado contra una terrible bestia y había conseguido acabar con ella. Sabía que Palla estaba muerta.
Como digo, era consciente de mi locura y, precisamente por eso, no podía estar loco. No podía evitar volver al palacio de Betaniqi una y otra vez para ver la estatua de mi amada Palla enzarzada en su terrible y fatal combate.
Así que eso fue lo que hice. Si Betaniqi hubiera sido una mujer diferente y se hubiera sentido más a gusto con sus iguales, yo no habría tenido tantas oportunidades. Era tan inocente que no era consciente de mi obsesión enfermiza y me recibía gustosa, ya que apreciaba mi compañía. Hablábamos y reíamos durante horas, y dábamos paseos por el jardín. Siempre me detenía en el estanque ante la escultura de su madre, casi conteniendo la respiración.
"Me parece una tradición admirable tener esculturas de tus antepasados en sus mejores momentos", le dije cuando sentí sus ojos curiosos clavados en mí. "Además, se trata de una verdadera obra de arte".
"Pues aunque te extrañe", comentó riendo, "se armó todo un revuelo cuando mi bisabuelo instauró la costumbre. Nosotros los guardias rojos veneramos a nuestras familias y antepasados, pero somos guerreros, no artistas. Contrató a un escultor que estaba de paso para que realizara las primeras estatuas, que fueron muy admiradas hasta que la gente supo que el artista era un elfo, un altmer de la isla de Estivalia".
"¡Vaya escándalo!"
"Sí, la verdad es que lo fue", asintió seriamente Betaniqi. "La idea de que las manos de un arrogante y malvado elfo dieran forma a las figuras de nobles guardias rojos era inconcebible. Resultaba irreverente y blasfemo, casi un sacrilegio. Mi bisabuelo valoraba la belleza, y su filosofía de utilizar solamente lo mejor para honrar a los mejores nos convenció a todos. Jamás se me hubiera ocurrido contratar a un artista mediocre para crear las estatuas de mis padres, aunque hubiera sido más afín a mi cultura".
"La verdad es que son de una belleza exquisita", le dije.
"Veo que la que más te gusta es la de mi madre", sonrió. "Sueles mirarla de reojo incluso cuando te fijas en las demás. También es mi favorita".
"¿Podrías contarme algo más acerca de ella?", le pregunté tratando de mantener un tono tranquilo.
"Bueno, ella siempre decía que era una más, nada fuera de lo normal, pero era extraordinaria", comentó mientras recogía una flor del jardín. "Mi padre murió cuando yo era pequeña y ella tuvo que ocupar su puesto, aunque apenas le costó trabajo. A pesar de tener diversos negocios, lo administraba todo de forma brillante. Mucho mejor que yo, la verdad. Bastaba con una sonrisa suya para que todo el mundo obedeciera, y quienes no lo hacían pagaban cara su osadía. Además de ingeniosa y seductora, poseía una fuerza formidable, como demostraba cuando era necesario. Participó en cientos de batallas, aunque no recuerdo haberme sentido desatendida o falta de cariño en ningún momento. Estaba convencida de que no moriría nunca, era demasiado fuerte. Ahora suena estúpido, lo sé, pero cuando se fue a luchar contra esa... esa horrible criatura, esa monstruosidad creada por un mago demente, jamás se me ocurrió pensar que no fuese a volver. Era amable con sus amigos e implacable con sus enemigos. ¿Qué más se puede decir sobre una mujer?"
A la pobre Betaniqi se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar a su madre. ¿Cómo pude ser tan egoísta para importunarla de ese modo solo para satisfacer mis perversiones? Sheogorath nunca podría producir en un mortal la confusión que sentía. Me sentía triste y fogoso a la vez. Palla ya no solo se me antojaba una diosa; tras la historia que me había contado Betaniqi, se había convertido en una.
Aquella noche, mientras me desvestía para acostarme, encontré de nuevo el disco negro que había robado del despacho del maestro Tendixo hacía varias semanas. Casi me había olvidado de su existencia. Se trataba de un misterioso artefacto nigromántico que, según el maestro, podía resucitar a un amor que ya no se encontrara entre nosotros. Instintivamente coloqué el disco en mi corazón y susurré su nombre una vez más: Palla.
De pronto, una brisa gélida llenó mi habitación. Podía ver mi aliento suspendido en el aire como una neblina antes de disiparse. Asustado, dejé caer el disco. Tardé un momento en reaccionar y de repente me di cuenta de que el artefacto podía cumplir realmente mi deseo.
Me pasé toda la noche, hasta bien entrada la mañana, intentado liberar a mi amada de las cadenas de Oblivion, pero no surtió efecto. Yo no era nigromante. Pensé en pedir ayuda a alguno de los maestros, pero recordé lo mucho que había insistido el maestro Ilther para que lo destruyera sin demora. Si me presentaba ante ellos, me expulsarían del gremio y destruirían el disco. Y con él, perdería la única oportunidad para recuperar a mi amada.
Al día siguiente, en la clase, me sumí en mi estado casi letárgico habitual. El maestro Ilther disertaba sobre su especialidad, el arte del encantamiento. Su voz monótona solía hacer tedioso su discurso, pero en esa ocasión sentí cómo las sombras abandonaban la habitación y todo se volvía luz.
"Cuando la mayoría de la gente piensa en esta rama de la ciencia, se centra únicamente en los procesos de invención: realizar encantamientos o hechizar objetos, crear una espada o un anillo mágico, pero un buen encantador también actúa como catalizador. De la misma forma que puede crear algo nuevo también puede imbuir de poder algún objeto antiguo. Un anillo, que en manos de un aprendiz solo genera algo de calor, puede servir para calcinar un bosque entero en manos de un maestro. No es que piense invocar ese tipo de poder", dijo el rechoncho maestro riéndose, "eso lo dejaremos para la escuela de destrucción".
Los iniciados debíamos elegir nuestro campo de especialización esa misma semana. Todos se sorprendieron cuando le di la espalda a la materia que, hasta entonces, había sido mi preferida: la ilusión. Incluso me parecía ridículo haber mostrado tanta afición por conjuros tan simples y superficiales. A partir de entonces, me volqué en la escuela del encantamiento, ya que me permitiría liberar el poder del disco.
Durante meses apenas pude conciliar el sueño. Solía visitar a Betaniqi varias veces por semana para que la estatua me infundiera fuerzas e inspiración. El resto del tiempo lo pasaba con el maestro Ilther o sus ayudantes aprendiendo todo lo que podía acerca del arte del encantamiento. Me enseñaron a despertar los niveles más profundos de la magia acumulada en el interior de los objetos.
"Independientemente de la maestría con que se realicen los conjuros o de la espectacularidad de los mismos, una vez lanzados, los hechizos son efímeros. Existen en el presente, en ese único instante, y después desaparecen", dijo con voz queda el maestro Ilther, "pero cuando se imbuyen en el lugar adecuado, se transforman en una energía casi viva que va madurando e interiorizándose de forma que unas manos inexpertas apenas si logran rozar su superficie. Debes convertirte en un minero y excavar profundamente hasta llegar a la veta principal, al mismo corazón".
Cada noche, cuando el laboratorio cerraba, practicaba todo lo que había aprendido. Sentía cómo mi poder iba creciendo y, con él, el poder del disco. Mientras susurraba el nombre de Palla, escudriñaba a fondo el artefacto sintiendo cada leve muesca, cada runa, cada faceta de las piedras preciosas incrustadas. A veces estaba tan cerca de ella que casi me parecía sentir el roce de sus manos con las mías. No obstante, algo oscuro y salvaje se abría paso al despertar de mi trance. Supongo que la presencia de la muerte, y con ella un agobiante olor a podrido se adueñaba de la habitación. De hecho, los aprendices de las habitaciones próximas a la mía empezaron a quejarse.
"Algún animal se habrá arrastrado bajo los tablones del suelo y habrá muerto", me excusé sin mucho acierto.
El maestro Ilther elogiaba mis progresos y me permitió usar el laboratorio fuera de las horas de estudio para ahondar en mis conocimientos. Sin embargo, pese a mis avances, Palla no parecía estar más cerca. Una noche, todo terminó de repente. Mientras me hallaba en un profundo éxtasis gimiendo su nombre y con el disco aferrado contra mi pecho, vi un relámpago a través de la ventana que interrumpió mi concentración. Comenzó a caer una densa cortina de lluvia sobre Mir Corrup. Fui a cerrar los postigos y, cuando volví a mi mesa, el disco estaba hecho pedazos.
Rompí a llorar desconsoladamente y después empecé a reírme de forma histérica. No podía soportar semejante pérdida, no tras tanto tiempo de dedicación y estudio. Me pasé los días siguientes en cama ardiendo de fiebre. Si no me hubiera encontrado en el gremio de magos con tantos curanderos a mi alrededor, probablemente habría muerto. Por lo menos, resulté de gran utilidad y un caso de estudio excelente para los jóvenes estudiantes.
Cuando me recuperé lo suficiente como para poder andar, fui a visitar a Betaniqi. Fue tan encantadora como siempre y en ningún momento hizo comentario alguno sobre mi aspecto, que debía ser casi espectral. Al final, empezó a preocuparse cuando de forma tajante, aunque cortésmente, rehusé a pasear con ella junto al estanque.
"¡Pero si te encanta admirar las estatuas!", exclamó.
Sentí que debía contarle toda la verdad. "Mi querida amiga, las estatuas no son lo único que admiro. Admiro y amo a tu madre. No he dejado de pensar en ella ni un instante desde que, entre los dos, le quitamos la sábana a su bendita escultura. No sé lo que pensarás de mí ahora, pero tengo que confesarte que he estado obsesionado intentando encontrar la forma de devolverle la vida".
Betaniqi me miró con los ojos como platos. Finalmente me dijo: "Creo que es mejor que te vayas. No sé si esto es una broma pesada...".
"Créeme, desearía que así fuese. Solo sé que he fracasado. Y no sé por qué. No es porque no la amara lo suficiente, porque ningún hombre ha sentido nada más fuerte. Tal vez no domino mis habilidades como encantador, pero te aseguro que no ha sido por falta de estudio". Sentí cómo iba elevando el tono de voz y comprendí que estaba empezando a gritar, pero no podía controlarme. "Quizás se deba a que tu madre nunca me conoció, aunque creo que los conjuros nigrománticos solo tienen en cuenta el amor del hechicero. ¡No sé qué ocurrió! ¡Quizás esa horrible criatura, el monstruo que la mató, lanzase alguna clase de maldición sobre ella con su último aliento! ¡Fracasé! ¡Y no sé por qué!"
Con una fuerza y velocidad sorprendente para una persona de su altura, Betaniqi me empujó. "¡Fuera!", gritó mientras atravesaba la puerta.
Antes de que cerrase de un portazo, intenté disculparme torpemente: "Lo siento muchísimo, Betaniqi, pero comprende que mi única intención era traerte a tu madre sana y salva. Te parecerá una locura, pero en mi vida solo hay una única certeza, y es que amo a Palla".
Casi había cerrado la puerta cuando Betaniqi abrió una rendija para preguntar trémulamente: "¿Que amas a quién?"
"¡A Palla!", grité a pleno pulmón.
"Mi madre", dijo arrastrando las palabras con rabia, "se llamaba Xarlys, Palla era el monstruo".
Solo Mara sabe el tiempo que estuve con la mirada fija en la puerta cerrada. Al cabo de un rato inicié la caminata de vuelta al gremio de magos. Me devané los sesos repasando cualquier nimio detalle sobre la noche de los Relatos y Platos en la que contemplé la estatua y oí el nombre de mi amada por primera vez. Gelyn, el aprendiz bretón, era quien lo había dicho. Estaba justo detrás de mí. ¿Estaría hablando de la bestia y no de la dama?
Al llegar al cruce con las afueras de Mir Corrup, una larga sombra se alzó del suelo, donde había estado sentada mientras me esperaba.
"Palla", gemí. "Pal La".
"Bésame", bramó.
Y así termina mi historia, en ese preciso momento. El amor es rojo, como la sangre.
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