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| - continuación se relata la historia de Lathenil de Solaria, un refugiado altmer de la isla de Estivalia que llegó a Cyrodiil en los primeros años de la Cuarta Era. En palabras del propio Lathenil, no huyó de las consecuencias de la Crisis de Oblivion en Estivalia, sino más bien de "la tenebrosa sombra de los Thalmor que se cierne sobre mi amada tierra".
Lathenil tenía una presencia muy intensa, por decirlo con gentileza, y algunas de sus acusaciones a los Thalmor parecían rozar la locura. Quizá esa fuera la razón por la que sus fervorosas advertencias y sus críticas abiertas a los Thalmor y el Dominio de Aldmer fueran desatendidas, pero la historia finalmente ha reivindicado, al menos en parte, las afirmaciones de Lathenil.
Praxis Erratuim, historiador del Imperio.
- ra apenas un niño cuando la Gran Angustia nos invadió. El aire se dividió y dejó profundas heridas abiertas que expectoraban daedra de las mismísimas entrañas de Oblivion. Muchos acudieron en masa a la costa huyendo de la hueste asesina de Dagon, pero los mares traicionaron a nuestro pueblo y se alzaron destrozando los barcos en los puertos y abandonándonos a un destino tan vil y macabro que la muerte nos parecía la salvación.
La Torre de Cristal se convirtió en nuestro último bastión de esperanza, tanto en sentido literal como figurado.
Los refugiados la atestaron hasta que no cabía nadie más. Yo podía saborear el miedo en el ambiente, sentía cómo el manto de la desesperación nos asfixiaba. Veíamos a los daedra moverse entre los árboles lejanos, pero no vinieron. Los días pasaron y los daedra seguían sin acercarse más allá del alcance de las flechas. Nuestra esperanza creció. Algunos incluso afirmaron: "¡Nos temen, hasta los daedra saben que no se debe faltar al respeto a la sabiduría y la magia de la Ley de la Torre de Cristal!".
Fue como si los más inmundos demonios de Oblivion estuvieran esperando que ese ánimo se infundiera en nuestros corazones para actuar.
Dormíamos, e innumerables legiones de daedra se agolparon a nuestro alrededor... y no estaban solos. Cientos de prisioneros altmer iban con ellos. Al amanecer, sus gritos nos despertaron y observamos con abatimiento y pavor cómo los daedra los azotaban, despellejaban y, por último los profanaban por completo. Nuestros parientes descuartizados, devorados vivos, empalados por sus infames máquinas y despedazados para alimentar a sus impías bestias.
Este baño de sangre fue solo un preludio para abrir el apetito.
Cuando los daedra terminaron con nuestros parientes, volvieron la mirada a la Torre de Cristal. Nuestro excelso y noble bastión demostró ser un obstáculo similar a un gran roble ante una avalancha... Se mantuvo erguida y digna, pero por poco tiempo; parecía que podía burlar aquella marea de destrucción, pero finalmente sucumbió.
Nuestros augustos hechiceros diezmaron a los demonios y los hicieron cenizas. Los arqueros encontraron hasta el más pequeño resquicio de las armaduras daédricas a cien pasos, abatiendo a sus capitanes y altos mandos. La grandeza y destreza de nuestras heroicas defensas fueron dignas de alabanzas, pero nada de ello fue suficiente. Los daedra treparon sobre los cadáveres de sus huestes. Marcharon precipitadamente hacia una muerte y destrucción que haría estremecerse a los ejércitos más poderosos de Tamriel.
Cuando superaron las murallas, yo huí junto al resto de cobardes. No me enorgullezco de esa acción, que me ha perseguido desde entonces y me ha hecho consumir por la culpa, pero es la verdad. Huimos presas del pánico y abandonamos a los resueltos altmer que defendieron la posición frente al ataque para preservar y defender la ilustre Torre de Cristal.
Cruzamos a marchas forzadas astutos pasadizos y emergimos lejos del caos que se cernía sobre la torre. Y es ahí cuando ocurrió. Comenzó como una ráfaga entre las hojas de un denso bosque, pero el sonido no se atenuaba, sino que aumentaba hasta convertirse en un rugido que hizo temblar el suelo que pisaba. Me giré a ver, y el mundo contuvo el aliento...
Me quedé paralizado y sentí cómo arrancaban el corazón de mi tierra natal como si lo hicieran de mi propio pecho. La inconcebible, la incomprensible Ley de la Torre de Cristal derrumbada con la dignidad de un mendigo que se enfrenta a un inquebrantable puño de acero. Observé durante una eternidad, intentando equiparar aquello que veía con aquello que sabía.
Cuando el hechizo cesó y fui consciente de dónde me encontraba, los sollozos abrasaban mi pecho y los llantos sonaban por doquier. Montones de refugiados como yo permanecían hipnotizados por el horror que del mismo modo a mí me había embrujado. "Vamos", grazné, mientras mi corazón, el corazón de mi tierra, se hacía pedazos. Nadie se movió, ni siquiera yo.
Con toda la voluntad que fui capaz de reunir, rugí todo el miedo, odio y agonía que sentía por lo que había ocurrido, y convertí el mundo en un absurdo alarido: "¡VAMOS!" Entonces corrí, y sentí, más que ver, que los demás me seguían.
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