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| - El trofeo yacía destrozado, era un mero amasijo de metal. Garslob deslizó su gran corpachón por el ardiente borde de cenizas del surco que había abierto en el suelo al chocar contra él. Era un aparato volador imperial, una cañonera supersónica, derribada por la artillería. Humeante, ardiente, chamuscado, destrozado. Valioso. Garslob bajó el arma y se aproximó a los humeantes restos. Había un agujero ennegrecido en el morro, por donde el piloto había sido eyectado antes del impacto. El habitáculo de la nave estaba retorcido y destrozado. Podía oírse un sonido. Era un gimoteo. Garslob se acercó más.
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| - El trofeo yacía destrozado, era un mero amasijo de metal. Garslob deslizó su gran corpachón por el ardiente borde de cenizas del surco que había abierto en el suelo al chocar contra él. Era un aparato volador imperial, una cañonera supersónica, derribada por la artillería. Humeante, ardiente, chamuscado, destrozado. Valioso. Garslob bajó el arma y se aproximó a los humeantes restos. Había un agujero ennegrecido en el morro, por donde el piloto había sido eyectado antes del impacto. El habitáculo de la nave estaba retorcido y destrozado. Podía oírse un sonido. Podía oírse por encima del goteo y los chisporroteos de la maquinaria, por encima del crepitar de los incendios secundarios. Era un gimoteo. Garslob se acercó más. Seguía oyéndose el gimoteo. Garslob tocó su amuleto del cráneo para conjurar la buena suerte y bajó al fondo del surco. El amuleto le golpeó sobre el pecho, oscilando por la cuerda con que lo llevaba atado al cuello. Sus botas eran demasiado pequeñas, y estaban pensadas para unos pies más pequeños, pero no por eso iba a tirarlas. Eran unas buenas botas. Eran un trofeo. El gimoteo procedía de entre los restos. Del montón de chatarra que era su trofeo. Garslob elevó sus brazos azules hacia los cielos para pedir ayuda a los dioses. Sabía que la suerte le sonreía. Un aro de metal, una de las arandelas de una de las turbinas, brillaba entre el fango. Garslob lo recogió y se lo puso en la muñeca. También guardó otros fragmentos de arandelas chamuscadas y discos plateados, para poder negociar con ellos. Garslob subió a los restos del vehículo; sus joyas de hueso repiqueteaban en las placas metálicas del habitáculo. El gimoteo cesó, como si estuviera asustado. Garslob se detuvo y desenfundó el cuchillo que colgaba de una correa atada a su cintura. La correa estaba hecha con un trozo de armadura de la Guardia Imperial, atada y retorcida. La hoja estaba hecha con un trozo de la armadura de su anterior propietario. Tenía unos veinte centímetros de largo y había sido pulida hasta formar una punta afilada. Garslob deslizó la hoja bajo el reborde de la parte posterior de la carlinga e hizo palanca. El maltrecho y ensangrentado artillero posterior, un humano, empezó a gemir de nuevo al ver a Garslob. Con una mueca de dolor intentó alcanzar algo. Garslob le desgarró el cuello con sus colmillos. Garslob quedó manchado de sangre. Se sentó en cuclillas sobre los restos del vehículo durante unos minutos, reaplicándose pintura azul para cubrir las manchas de sangre. Quería que los dioses de la guerra supieran que estaba allí. Cuando la patrulla de rescate llegó a los restos, Garslob ya había conseguido poner a salvo el mejor trofeo. Cuando los humanos aparecieron por el borde del surco, giró los cañones automáticos que había sacado de la torreta posterior con un tambor de munición. Los humanos explotaron y murieron, gritando mientras caían acribillados. A Garslob le gustaba el fuerte retroceso del arma mientras trepidaba entre sus manos. Ahora era suyo. Trofeo. El trofeo de Garslob.
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