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| - os enanos llevan extintos varias eras, y quizás sea lo mejor. Ver hombres y mujeres del tamaño de niños grandes, todos ellos con barbas, sería una visión inquietante. Sin embargo, la ira que los enanos hayan podido despertar en los dioses para consumir una civilización entera debió de ser algo impresionante y digno de ver.
Los restos de su civilización yacen enterrados en el corazón de las montañas, y los académicos y ladrones de todo el mundo descienden sobre los restos esqueléticos de las ciudades enanas como buitres para dejar bien limpios los restos del pasado, un antiguo conocimiento que espera ser exhumado y unos tesoros que esperan ser descubiertos. Pero muchos hombres han perdido la vida en estas salas malditas, pues dichas ruinas enanas no piensan dejar escapar sus tesoros sin luchar.
Mi gente solía contar historias hace mucho, cuando era solo un niño, sobre la gran afición de los enanos a construir máquinas. Decían que antes de nuestro tiempo, los enanos controlaban el poder de la tierra y esgrimían fuego y martillos para cambiar la forma del acero y el bronce con una brillantez mecánica que infundía vida en estas antiguas creaciones de metal y magia. En las oscuras salas y cámaras en medio del incesante zumbido de los engranajes chirriantes y el vapor liberado, esperan confundir o destruir a los aspirantes a saqueador de los sagrarios enanos, como vigilantes severos de los últimos vestigios de la cultura de una raza muerta.
Descendí a la húmeda oscuridad de Mzulft. El lento siseo del vapor, el chirriar del metal y el traqueteo de los viejos engranajes que mantenían en marcha una ciudad vacía harían perder los nervios a la mayoría de los hombres. Podía oír cosas en las tinieblas deslizándose por el suelo fuera de mi campo de visión, y al pisar los cuerpos de los saqueadores y estudiosos que no habían podido llegar más lejos, supe que no eran ratas lo que recorrían aquellas salas.
Pequeñas arañas mecánicas se lanzaron sobre mí con movimientos rápidos, y brotaron máquinas de las paredes, desenroscándose a partir de esferas, formando artilugios que rodaban sobre engranajes que actuaban como piernas y con ballestas como brazos. No pude evitar maravillarme ante estas máquinas construidas con un solo propósito, el de acabar con la vida de los hombres. Mi espada y mi escudo son mi fuerza, y estas cosas no me disuaden porque sé de la existencia de cosas de mayor escala que recorren estas profundidades. Y realmente algo más se movió en estas cámaras, resonando por su inmenso peso. Al acercarse pesadamente, sus pies golpeaban el suelo como si caminase sobre enormes pistones. Al ir saliendo de la oscuridad, pude verlo con claridad por primera vez, con un hacha en lugar de una mano y un martillo en lugar de la otra, tan alto como cinco hombres, hecho de bronce sin brillo y con una cara moldeada a la imagen de sus amos. Un centurión de vapor. Las historias eran auténticas, y estos eran los guardianes de los mayores tesoros de los enanos.
Luchamos, y los enanos están extintos sin duda alguna, pues nuestra batalla fue lo bastante ruidosa como para despertar a los muertos. Vino contra mí con el martillo y el hacha, fuerza inhumana y gran fortaleza, y sin otra intención que matarme. Al esquivarlo, aplastó la piedra de mi alrededor con inútiles golpes, y me lancé a darle mandobles con mi espada, aprovechando cada oportunidad que tenía mientras sacudíamos aquellas salas con violencia. Me niego a que una máquina acabe conmigo.
Aunque un hombre cualquiera no habría podido sobrevivir a aquello mucho tiempo, al final me alcé sobre la cáscara de aquel autómata muerto, con su vapor escapando como un último suspiro. Podría haberme llevado los artefactos enanos y su metal, pero los dejé allí para otras personas. No quería gafar mi viaje con las posesiones de hombres muertos, y quizás eso había sido en lo que muchos otros habían tomado la decisión incorrecta.
Continuaré mi viaje por estas tierras. Y tal vez algún día Herebane encontrará un desafío a su altura, pues aún no he conocido aquello que me haga temblar.
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