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| - La garra pasa junto a mi cabeza a una velocidad inhumana, apenas rozando la hombrera. Suficiente para abrir una brecha en la ceramita reforzada. Alzo la espada y ataco con todo mi ser. El filo choca contra la zarpa blindada. La fuerza del golpe rompe la barrera del sonido, creando una onda de impacto que recorre todo el lugar como un pulso de fuerza invisible. Finto. Una estocada le golpea en el costado con tal fuerza que la espada se comba sobre sí misma. Su armadura hechizada cruje, pero resiste entre grietas chirriantes. Y por fin cae la garra, rasgando mi pecho y rompiéndome los huesos. Cada una de mis terminaciones nerviosas lanza un grito desesperado de dolor. Las piernas no me responden, los brazos son fardos inútiles. He visto esto antes, así debía ser. Mis alas quebradas se tiñen con el rojo de la sangre sobre el blanco más puro. Caigo. Mientras los dedos como cuchillas aún surcan mi cuerpo maltrecho, lamento amargamente dejarlo solo. Allí está Él. Su augusta cara frente a la mía. Lo miro una última vez a los ojos, me pierdo en ellos antes de cerrar los míos. Mi última visión es de Él. Siento la impotencia de no poder ayudarlo, protegerlo, servirlo. Se supone que íbamos a cambiarlo todo, que traeríamos un nuevo futuro para la Humanidad. Mi alma se retuerce con la congoja de dejarlos atrás, a todos y cada uno de mis hijos. Y a mi padre. ¡Los recuerdo! Me revuelvo en el féretro metálico. Pataleo y golpeo con los puños, frenético en un pozo de oscuridad. Soy el Padre, el Hijo y el Nieto. Todos y ninguno a la vez. Intento hablar, pero la maquinaria introducida en mi garganta me lo impide. No siento nada más que el frío tacto de los cables abrazándome. Me pierdo a mí mismo: mis recuerdos, mi individualidad, lo que me hace ser yo se disuelve más y más. Soy... mi nombre... no lo recuerdo. Andersen, mi apellido es Andersen. Me aferro al último pedazo de mí mismo y lo repito en mi cabeza una y otra vez. Mis manos agarran la tapa del sarcófago. Presiono más y más, y por primera vez en mucho tiempo escucho el lastimero sonido del metal combándose y cediendo. Sigo empujando con todo mi ser, iracundo, hasta que la cubierta sale despedida. La escasa luz de la estancia basta para cegar mis nuevos ojos. Ante mí un servidor, un descerebrado, mirándome atónito sin que sus escasas subrutinas puedan encontrar un curso de acción. Los tubos de mi garganta me molestan, asi que me los arranco. El sudario que envuelve mi cuerpo me estorba, asi que lo aparto. Camino unos cuantos pasos por mi propio pie hasta caer de rodillas. Otro hombre con una toga gris yermo, gris ceniza, aparece entre las sombras, atraído por la silenciosa alarma del servidor. - Vaya hermano, no es lo habitual que se tenga tanta prisa por cumplir. Aún deberías estar unos días más para permitir a tu cuerpo acostumbrarse a los cambios. - No. - Bueno hermano, según el precepto del Codex Astartes debes recibir tu nuevo nombre para ser reconocido en el Capítulo. - Alexander... Andersen. - Hermano, te informo de que no son dos sino uno, un solo nombre. Así viene compilado, así son los mandatos. - ¿El Codex lo prohíbe? - No expresamente. - Entonces mi nombre es Alexander Andersen. thumb|300px La oscura figura se encaminó hacia el atril preparado frente a sus hermanos, sobre un saliente en la fría piedra de la catedral. Sostenía el Cáliz de Sangre que había bebido durante su inducción, y del cual se decía que contenía la esencia misma de Sanguinius. - ¿De veras? - Sí, acaban de nombrarlo Capellán. - Pero si aún no llega a los sesenta, no hace ni dos años se encontraba en la Compañía de Exploradores. - Sí, pero dicen que su actuación en la campaña de Naggorath ha sido digna de inscripción en los registros del Capítulo. - Aún así es extraño... - Hay más. - ¿Qué, hermano? - Se dice que los ha visto. A los dos. Dentro de la servoarmadura, un Marine Espacial sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. - ¿...Vividum Sanguinia? Su voz filtrada por el transmisor era apenas un susurro, un ruido estático. - Sí, Tocado por Sanguinius... Vividum vitae. - Joder. Ya en el púlpito, la figura sombría se giró, apenas visiblemente, desaprobando el comentario de su hermano. Alzó la copa sagrada a la vista de todos. - ¡LOS RECONOCEMOS! El grito hizo temblar las distantes paredes de la catedral con un eco tan potente que las armaduras vibraron por unos instantes. - Nosotros que no olvidamos, nosotros os reconocemos. Nosotros que por Padre no olvidamos, os reconocemos. Xeno, Mutante y Hereje, los reconocemos. Otros de nuestros amados hermanos conocen a los enemigos, pero no los Ángeles Sangrientos. Nosotros los reconocemos. Ya los conocimos una vez y ahora los reconocemos. Nosotros, que por ojos de Padre los conocimos, los reconocemos. Para otros esto es historia antigua, arcaica, desfasada. No para nosotros, que lo hemos vivido a través de Padre. Y de todos ellos, no olvidaremos jamás al Corrupto, al Traidor, al Degenerado, al Antinatural, al Apócrifo... ¡HORUS, YO TE CONOZCO!
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